Cabecera. González Catán. 28 de junio, 6 a. m.. Comienza el viaje.
«Y bueno, esto me lo enseñó la calle ya de chiquitito. Yo sufrí una violación a los diez años, me cagaron a palo y me dieron como para que tenga. Fue el dolor más grande de mi vida y la cruz que llevo hasta que me muera, porque eso no se te borra nunca. Me quemaron las partes íntimas con cigarrillo. Eran 3 y me tiraron adentro de una zanja que, si tenía 20 centímetros más de agua, me ahogaba».
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Primera parada. Laferrere, 6:30. El interno 1054 de la línea 193 se pone en marcha. La gente espera en la vereda de enfrente. Una mujer es la primera de la fila. Kuka se olvida de prender la luz del cartel que indica a dónde va. Alguien se lo recuerda y ahora la palabra «Pompeya» está iluminada. Los pasajeros comienzan a subir.
Tiene unos zapatos blancos, hermosos, delicados, de taco alto, son finos. Sus piernas depiladas sólo están cubiertas por medias can-can. Hace frío, pero no le importa; usa un vestido floreado que no le llega ni a las rodillas y que, cuando se sienta, se le sube aún más. Cada tanto se acomoda, se tapa con su saco largo, violeta, de lana brillante. Combina con sus uñas.
Es muy temprano, todavía no amaneció. La gente va a trabajar, la mayoría sigue dormida pero cuando suben algunos lo miran dos veces antes de indicarle el boleto y poner la SUBE. Kuka se agacha hacia el tablero, no ve muy bien porque está oscuro, pero logra tocar el botón. Ahora marca «$6,75»; el hombre apoya la SUBE y la máquina hace el ruidito. Antes de ir para el fondo se da vuelta para volver a mirarlo.
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Segunda parada. Ciudad Evita, 6:40. Todavía está oscuro. El colectivo va lleno, pero siguen subiendo personas. Kuka maneja tranquilo. De vez en cuando, sacude la cabeza porque el flequillo de la peluca enmarañada le molesta en los ojos, pero no pierde la postura en ningún momento. Siempre derecho.
En el año 2007 comenzó a manejar con los tacos puestos, los labios pintados, vestidos, polleras y blusas. No fue la primera vez que los vestía, no; él ama los tacos desde los seis años, los tacos de su abuela, la modista, que usaba para ir a comprar a la vuelta de su casa. Su abuela también les hacía la ropa a sus tres hermanas, ropa que él quería usar.
Cuando tenía 13 años, nadie se daba cuenta de que era varón porque era flaquito, pero a partir del desarrollo tuvo que tomar hormonas para adoptar una forma más femenina.
Kuka creció en el seno de una familia machista y su relación siempre fue complicada. Paradójicamente, no tanto con su papá, pero sí con su mamá y sus hermanas.
«“¿Cómo te vas a vestir de mujer? ¿Cómo es posible que un varón se vista de mujer? ¡Sos el bochorno de la familia, sos la vergüenza!”, me decían ellas. Me sentí discriminado, sentí que por ser varón no podía disfrutar de las mismas cosas que mis hermanas. Yo siempre quedaba para lo último en todo».
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Tercera parada. Morón, 16:30. Desde que murieron sus padres, Kuka perdió todo el contacto con sus hermanas. Ellas dejaron de hablarle. Tuvo que buscar otra familia que lo amparase, que le diera amor y a quien él pudiera brindarle su amor. La encontró.
«Él se hizo cargo de mí y de mi hermano, cuando yo tenía 6 años. Ahora tengo 27. Con él me llevo bien, peleamos como todo padre e hija pero nos llevamos bien dentro de todo», cuenta Laura, visiblemente nerviosa.
La casa de Kuka tiene la calidez de un hogar: las paredes y los muebles están llenos de cuadros, recuerdos, portarretratos de una Laura más pequeña y otra fotografía de más grande, con un diploma en mano, feliz. También están los retratos de su hermano, un año mayor, y en algunos están junto a Kuka. Se los ve a todos felices.
Laura sostiene como puede a Emiliano, su bebé de once meses. No se queda quieto y grita para que le presten atención. Le estira los brazos a Kuka que lo sostiene y lo reta cuando Emi intenta jugar con su peluca castaña. Se lo devuelve a su hija.
«Un día mi hermano le preguntó: “Roque, ¿te puedo decir papá?” y él dijo que sí. Yo antes era más anti, pero cuando mi hermano le empezó a decir así, entonces yo también. Y él le va a decir abuelo [en referencia a Emi, que ahora juega entre sus brazos]. Va a haber que explicarle algunas cosas, pero es el nieto».
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Cuarta parada. Autopista Dellepiane, 7:05. Comienza a amanecer. El sol ilumina el embudo de vehículos parados. Kuka pone la luz de giro, se mueve de lugar y avanza un poco. Le pide a una mujer que está parada adelante que, por su seguridad, se ponga atrás de la puerta. Ella le hace caso. Tiene autoridad cuando maneja.
Su otra familia la formó con su trabajo, al volante, con la gente de la calle, con sus compañeros de la empresa. Un legado que le dejó su padre pero que él luego transformó en lo que más le gusta: el contacto con otros.
A los doce, cuando comenzó a manejar la camioneta de su papá, el tano carnicero del barrio, se dio cuenta que el volante le daba la libertad que necesitaba. Desde ese día no lo soltó más.
«Por lo mío, mi papá nunca me condicionó. Él me decía “Ma’, cuando manejes la camioneta, vengas para la carnicería o no vengas, después hacé lo que quieres [sic]” o “Tené cuidado que te pueden abusar”, sin saber que ya me habían abusado».
Su papá fue un pilar importante en su vida profesional. Comenzó a trabajar como colectivero desde muy joven, pasó por empresas como la 216, la 109, la Río de La Plata, Chevallier, de larga distancia, y ahora está en la 86 y la 193, líneas que forman parte de la empresa Ideal San Justo (antes eran de la Fournier). Su papá lo hizo entrar.
«Acá tengo la libertad que no tendría en otro laburo. Decí que ya me estoy por jubilar y quedo eternamente libre. Porque ya cuando me jubile el año que viene pienso dedicarme a fabricar aeromodelos. Yo fabrico aviones, aeromodelos en escala así…».
Orgulloso, muestra en su celular fotos de sus aviones y maquetas que parecen enormes. Sigue pasando fotos desde diferentes ángulos de cada uno de sus modelos, muchos aviones, helicópteros y colectivos hasta que pasa a una foto suya, con camisa celeste y pantalón, morocho y con rulos oscuros que le llegan a los hombros.
«Este era yo, en mis tiempos de varoncito. Cuando no podía venir vestido así [se señala su cuerpo completo]. Los de la empresa me dijeron que no estaban muy de acuerdo, yo les dije “Si no están de acuerdo, es problema de ustedes”».
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Quinta parada. Bajo Flores, 7:40. Se asoma un estadio gigante, rojo y azul. De un lado cancha y del otro villa, la 1-11-14. Este no es el recorrida habitual de Kuka. Como estuvo de licencia por enfermedad, los de la empresa le dan el recorrido que ellos quieren, así como el coche que ellos quieren; no tiene uno efectivo, como tenía antes.
Cuando camina por la empresa no pasa desapercibido: cada compañero de trabajo que se cruza lo saluda, lo abraza, le tira besos y él responde igual, incluso más efusivo. Le gusta estar rodeado de personas, le encanta demostrar su cariño. Pero hay algo que lo diferencia de sus compañeros.
«Él antes venía normal. Sólo tenía el pelo largo. Y con los últimos años que Cristina cambió la ley y metió esa, la ley de identidad de género, empezó a venir así [sic]. Pero no me impactó porque yo lo conozco vestido de mujer del barrio, cuando no estaba en horario de trabajo», comenta un colega y amigo que conoce a Kuka hace más de 27 años.
Kuka se apoyó en la ley para animarse a vestirse como él quería, también en el ámbito laboral. Identidad de género es la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento.
Esto puede involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que ello sea libremente escogido. También incluye otras expresiones de género, como la vestimenta, el modo de hablar y los modales.
«Que venga en pollera, en taco alto, no hay problema. Pero la camisa la tendría que estar respetando. Nada más. Si yo vengo con una camisa que no pertenece a la empresa, ya me tiran la bronca ¿me entendés?», puntualiza el chofer estirando parte de su camisa celeste encerrada bajo una campera rompeviento azul con el bordado de la empresa.
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Sexta parada. Morón, 17:05. La casa de Kuka está en una esquina enfrente de la de Susana, una profesora de inglés que se vino desde Urquiza a vivir con su hijo mayor y su esposo hace tiempo.
Para Susana, Kuka es Roque, y lo mira como lo miraría una madre. Cuando lo conoció él tenía 16 años y ella casi 30. Se ríen y cuentan anécdotas. Tienen esa confianza que se construye a través de los años y ellos llevan muchos juntos.
«Él llevó a nacer a mi hija. Pobre, él trabajaba toda la noche con el colectivo y Juan Carlos, mi marido, le había dicho en ese momento “Roque, si llega a pasar de noche ¿me acercas hasta el Posadas?”. “Sí, Juan Carlos”, le dijo él. Fue justo a las dos de la mañana. Roque había llegado de trabajar y justo salió, vio la luz prendida vino a casa a preguntarnos y fue corriendo a sacar el auto», recuerda Susana.
Susana vive con sus tres hijos, su marido y sus nietos, y Kuka se siente como en su casa. El reloj marca las 17:20. Llega la nieta de Susana del colegio; al primero que abraza es a Kuka, deja la mochila y se sienta a escuchar.
«Él siempre se hizo respetar, pero con amor, y creo que es eso lo que ve la gente. Aparte, el envase no da a la persona; es el contenido lo que realmente te califica como buena persona. Y es que si vos aprecias realmente a una persona, si vos la querés, la tomás como es», reflexiona Susana.
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Última parada. Nueva Pompeya 7:47. Bajan todos los pasajeros. Kuka emprende la vuelta a Laferrere con el colectivo fuera de servicio para que le den un nuevo destino. Llega y firma un papel con su nombre. Su nombre no es Kuka, pero sus compañeros lo llaman así hace más de 40 años.
«Me descubrieron en la comparsa de vedette, con la peluca rubia, los zapatos con tacos altos, las plumas, la bikini. Al sábado siguiente, vienen como 40 choferes para verme, me sacan fotos y me descubren. Así resulta que de “cucaracha” quedó “Kuka”. Y nunca me pude sacar al sobrenombre de encima».
Nunca cambió su documento por miedo a que los de la empresa lo rechacen, le digan que “no existe”. Planea jubilarse primero y después cambiárselo. Se va a llamar Valeria Janet.
«Valeria por Valeria Lynch, porque soy amante de ella, y Janet por mi doctora personal».
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Rogelio Pistone es su nombre formal, Roque para sus vecinos, Kuka para sus amigos, papá para sus hijos, Valeria Janet en un futuro cercano. Es uno y muchos. Pero su padre siempre lo llamó Roger y ese es su verdadero nombre, así se define su alma o, al menos, una de sus dos almas.
Esta crónica fue desarrollada en el marco de mi paso por la carrera de Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Matanza.
Tuve varios encuentros con Kuka, para entrevistarlo y tener la experiencia de viajar con él. Sí, él. Una de las preguntas que le hice fue sobre su género, y me aclaró que él es él, un varón homosexual que se viste como mujer, pero que nunca usurparía la categoría de mujer.
Kuka me contó muchas cosas más que no llegué a plasmar aquí. Su vida, aunque difícil y con varios obstáculos, rompe con las estadísticas que nos duelen leer sobre la expectativa de vida de las personas travestis y trans, que ronda los 36 años.