#Ficciones En un tango por dos años

Cuento colaboración de Magalí Robles


Achával estaba soñando en blanco y negro cuando apareció el enfermero y le dijo que se fuera. Y eso que del Borda no se sale fácil, menos después de estar veinte años internado. Ni qué decir si estuvo ahí por una hebefrenia de no se acuerda qué calibre. ¿Seguiría soñando, pero ahora en colores?

Al salir por la puerta de atrás, vio escrito en una pared: «Ojalá me pueda ir pronto». Pero lo que él pensaba era que, antes que volver a la vida que llevaba antes, mejor sería seguir soñando. Aunque fuera en blanco y negro. El miedo a los cambios lo hacía ser un cobarde.

Cuando, después de dar vueltas a la manzana por varias horas, se decidió y entró al bar que se encontraba a tres cuadras del hospital, sobre la avenida Caseros, se dio cuenta de que los clientes estaban como en trance. Cara seria, ojos grandes, mirada perdida, un café sobre el borde la mesa sostenido firmemente entre las manos, la mayoría de piel suave, como si no tocaran nada hacía años y años.

Achával pensó que ellos también debían ser pacientes. Que les habrían dicho, a ellos también, que se fueran del hospital. Que debían haber encontrado ese bar y se habrían quedado todos en esa posición desde su salida. Ahí, pasmados, para siempre.

Él hizo lo mismo: se sentó, pidió un café y con la mirada perdida le mandó cinco cucharadas de azúcar. Abrió un diario, uno que estaba ahí desde la semana anterior. En ese diario se anunciaba un evento para esa misma noche. Se presentaba una milonguera. No. Una milonguera, no: la milonguera, para él.

Achával, antes de quedar internado, laburaba en una metalúrgica. Vivía una casita de dos por dos, solo. Se había enamorado, en sus cincuenta años, más de noventa veces; la palabra enamoramiento, para él, era sagrada.

Una sola vez su corazón se destruyó, cayó de una meseta de miles y miles de kilómetros, se armó de nuevo y nunca volvió a ser el mismo. Fue meses antes de que lo internaran y pasase veinte años en el Borda. Lo peor, reniega Achával, es que esa tregua en su vida duró solamente dos.

Él tenía poco más de treinta y fue de esa misma milonguera de quien se había enamorado. Recuerda que la primera vez que la vio, ella bailaba en un barcito de mala muerte. Aunque el barcito era de esos que de afuera parecen la nada, el tipo entró sin pensarlo ni dar vueltas y se sentó en una mesa en el medio a la izquierda. Un compañero de la metalúrgica le había dicho que en esa ubicación era donde mejor se escuchaba. Aunque él no había ido a escuchar, él había ido a ver.

Primero, una mirada de alguien que sabe sobre tango. Y al decir tango él quiere decir amor. Pero mientras va avanzando hacia su encuentro se da cuenta de que, más que saber, él siente. Y desde ese primer momento él ya intuye que nada de esto va a salir bien. A cada paso que da, dice «esto se va a ir a la mierda».

Es desde esa primera vez que él no tiene más rastros de eso que algunos llaman felicidad. Eso que fue hace veinte años, duró solamente dos; al mes ya estaba internado y lo trataban de loco. Nunca quiso contar qué es lo que pasó con la milonguera. Una milonguera que, decían, bailaba tango como ninguna otra y que nunca se la jugó por evitar romper un corazón.

Recordó que una vez un amigo –y dice un amigo para no decir otro enfermo– dentro del Borda le había dicho:

—Y es así, Achával. Si no te mata la droga que te dan acá, te mata el amor.

Eso se lo había dicho horas antes de irse para el otro lado después de que otro paciente lo agarrara a cuchillazos. Tiempo después, se enteraron de que este le jugó una mala pasada en el amor.

De esta historia, sobre todo, se sabe una cosa: cuando el mozo del bar le lleva la cuenta y, al verlo con lágrimas en los ojos, le pregunta qué le pasa, Achával responde:

—Me enamoré de una milonguera. Me enamoré de una milonguera y viví en un tango por dos años. Ahora no sé qué carajo voy a hacer. Supongo que tratar de olvidar. En este bar.

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