Parte de la comunidad científica ha nombrado a la época geológica actual como el «antropoceno». A pesar del debate que persiste sobre su fecha de inicio, todes coinciden en lo necesario de subrayar el rol decisivo que tienen las actividades humanas en los cambios que se vienen sucediendo en los ecosistemas terrestres. En el acto de dar nombre a las enormes transformaciones en el planeta y, sobre todo, a la incidencia que la humanidad tiene en ellas, se da voz a un acontecimiento que constantemente se intenta invisibilizar o negar. La crisis ecológica y climática no es una crisis de «la naturaleza», sino que es el resultado de décadas de pensar a la naturaleza como un objeto a ser explotado y utilizado para nuestra necesidad y bienestar.
La comunidad mapuche del sur de Latinoamérica ha decidido darle otro nombre: elles lo llaman terricidio. El terricidio, además de referir la causa de esta crisis a las acciones humanas, abre otras aristas y complejiza el pensamiento. El terricidio nombra qué parte de la humanidad es la que ha levantado la bandera del «progreso» a costa de todo lo que vive: son «los Estados-Nación y la corporocracia»[1]. Así, el pueblo mapuche señala que no todes llevamos adelante las mismas acciones, ni vivimos las mismas vidas. Pero, sobre todo, el concepto de terricidio hace especial hincapié en evidenciar que las pérdidas van mucho más allá de la destrucción de los ecosistemas. La comunidad mapuche, con el terricidio, denuncia el exterminio de su vínculo con la naturaleza, con la vida y con lo sagrado.
La aniquilación y el menosprecio de nuestra interconexión y codependencia con todo lo no-humano y con todes les otres humanes son la alteración más dañina del modelo civilizatorio en el que vive la mayor parte de la población humana. Ahí está la gran crisis: una crisis civilizatoria. Alienados de nuestros lazos con todo lo que existe, los impactos sobre los territorios y los cuerpos no pueden ser menos que la devastación. Han sido amputadas nuestras subjetividades, cercenado nuestro entendimiento y mutiladas nuestra emociones. Es así como el modelo hegemónico logra que seamos parte de actos de dominio, explotación y opresión que de ninguna manera elegiríamos voluntariamente, pero lo hacemos. Y, hoy, nos hace ser cómplices de un colapso social y ecológico sin precedentes que ya no tiene freno.
Lo cierto es que no sabemos cómo cambiar este sistema. La sensación más inmediata es que no hay alternativas, que no tenemos suficiente poder y caemos en la resignación. Sucede que, a esta altura, la resignación es sinónimo de negación. No podemos quedarnos inmovilizades y seguir haciendo las cosas tal como las veníamos haciendo, a menos que queramos favorecer una extinción masiva. Tampoco podemos creer que estamos a tiempo de evitar los impactos del desequilibrio que hemos causado. El optimismo, hoy, también es negación. Lo que necesitamos es reconocer que se vienen tiempos difíciles e inciertos.
Es momento de dar un paso atrás, tomarnos un tiempo y abrir preguntas: ¿cómo vamos a afrontar y adaptarnos a lo que se viene? ¿Cómo vamos a transicionar hacia civilizaciones alineadas a formas de vida sostenibles —para todes y todo—? No hay respuestas simples ni lineales. La incertidumbre y la complejidad serán nuestras compañeras en todo este viaje.
Desde distintas disciplinas, luchas sociales y culturas no hegemónicas, brotan bosquejos y cadenas de pensamientos que pueden ayudarnos en el trazado de un mapa para la transformación. La interseccionalidad de opresiones que atraviesan a cada cuerpo y territorio da cuenta de lo fundamental que resulta integrar múltiples saberes y experiencias para su abordaje y desmonte. Sin pretender que sea exhaustivo, comparto algunas perspectivas y lineamientos que considero esenciales en la tarea de abrir y cincelar nuestras mentes y corazones.
Desde los feminismos y, sobre todo, desde la economía feminista y los feminismos populares del sur global emerge el paradigma de cuidados. Este paradigma reivindica la necesidad de poner el foco en la sostenibilidad de la vida, asunto nunca tenido en cuenta por la economía como disciplina. Esto precisa tener en cuenta los ciclos de la vida, sus necesidades y, sobre todo, sus límites. Las tareas de cuidado han sido históricamente feminizadas, invisibilizadas y acotadas a las tareas del hogar. Las actividades «productivas», por lo general ligadas a la maximización de la renta, la acumulación y la externalización de los costos, fueron las reconocidas e impulsadas por el modelo civilizatorio hegemónico. Sin embargo, solo poniendo en primer plano la reproducción de la vida en su integralidad —humana y no humana— será posible acercarnos a la posibilidad de evitar una catástrofe.
El paradigma de cuidados exige reconocer nuestra inter y ecodependencia y, así, dar cuenta de que en esto estamos todes. Es preciso disputarle la centralidad a los valores de individualismo, autonomía, productivismo y capacitismo que este modelo tanto pregona, porque nos están llevando al caos y, también, a la infelicidad. Menospreciar o, peor, negar algo tan básico como la interdependencia y la vulnerabilidad no puede nunca llevar a un buen desenlace. Este modelo no cuida: más bien, daña todo lo que toca y, para peor, se burla del cuidar —salvo que lo transforme en mercancía—. Cuidar nuestros cuerpos, nuestra salud, nuestras emociones, nuestros deseos, nuestros vínculos, nuestras redes, nuestros territorios, nuestra casa (el planeta). Para aclarar, «nuestro» no denota propiedad sino cohabitación.
Los pueblos originarios, les campesines y los movimientos socioambientales de todo el mundo —cada une a su manera y con su historia— vienen viviendo y transmitiendo formas de vida alineadas con nuestros «bienes comunes»: los territorios, las aguas, las montañas, los glaciares, el aire, los bosques, los humedales; todo aquello que conforma nuestra casa y nos permite estar vives. Aquí la disputa es con el antropocentrismo que dicta que «la naturaleza» es un «recurso» para ser utilizado y explotado para nuestro propio beneficio. La humanidad se arroga el dominio de todo lo que la rodea y se aliena en prácticas extractivistas que solo aseguran su propia destrucción.
Es imprescindible buscar alternativas a nuestros sistemas energético y alimentario, principalmente. No podemos seguir consumiendo energía de la forma en que lo hacemos, ni podemos seguir extendiendo la funesta industria alimentaria que hoy desarrollamos. Ambos solo llevan a la muerte de cuerpos, de territorios y de animales no-humanos. Ambos enferman, envenenan, saquean, sacrifican, empobrecen. Ambos dependen de «recursos» que supone ilimitados, cuando en realidad son limitados y con ciclos de renovación específicos o, en muchos casos, no renovables. No cabe duda de que proveernos de energía y alimentarnos es imprescindible; por eso urge repensar esos modelos. Hoy, nuestro consumo energético y nuestra alimentación son actos políticos, no individuales.
El pensamiento decolonial, los activismos queer y por la diversidad sexual, corporal y funcional alzan la voz en el reconocimiento de la otredad. Descolonizar nuestras mentes, romper con los binarismos, desbaratar los modelos (de belleza, de normalidad, de capacidad) hegemónicos y tumbar el etnocentrismo son las banderas. La monocultura y el monocultivo de la mente solos nos llevan a una estrechez cada vez mayor. No es casual la dificultad gigantesca —casi diría, la imposibilidad— que tenemos para pensar alternativas a nuestras formas de vida, aun cuando éstas nos están llevando a nuestra propia extinción. No sabemos, ni debemos, salirnos del molde.
La vida es diversidad y pluralidad. Negarlas en negarnos. Olvidarlas es coartar nuestra capacidad de asombro y curiosidad frente a lo desconocido. Rechazarlas es forzarnos a vivir con miedo y aversión. Mientras más nos alejamos de ellas, menos capacidad tenemos de imaginar y crear lo que sea. Se empobrecen nuestras emociones, nuestras subjetividades, nuestros placeres y todo lo que nos rodea, el mundo en su totalidad.
Hasta aquí, ciertas conceptualizaciones y experiencias que nos orientan e inspiran nuevos horizontes civilizatorios. Pero hay tres actos que son la médula de toda posible transformación y que de ninguna manera podremos evadir: renunciar, restaurar y movilizar. No podemos mantener el nivel de vida que llevamos, urge renunciar al consumo y el descarte desmedido y abandonar el deseo de acumulación y concentración. Necesitamos recuperar y restaurar acciones, emocionalidades, vínculos, saberes, formas de vida, de trabajo y de organización que se funden en la reproducción de la vida, la codependencia y la pluralidad. Es imprescindible que corramos la voz, armemos redes, nos movilicemos y exijamos a quienes tienen el poder frenar este sistema insensato.
No habrá «nueva normalidad» porque lo que nombrábamos como «normal» es lo más alejado a cualquier acto de supervivencia y conservación de la vida. Pero no apostemos a sobrevivir, aventurémonos a un «buen vivir» que, indefectiblemente, es en cohabitación y cooperación con todo lo que existe. No hay otro planeta a donde ir, pero tampoco hace falta llegar al punto de necesitarlo. Sanarnos es sanar nuestros territorios y nuestra casa. Es aquí y ahora, para el allí y el mañana. Permitamos que la crisis nos sacuda, nos despierte y nos dé coraje para transformarnos.
Imagen de portada: Florencia Carella
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