Maradona, los alguienes, el encierro

«Y esta vez tu amor será, será sin abandono»

(Luis Alberto Spinetta, «Sin abandono» del disco Para los árboles)

En la tele
alguien dice que
«los sueños se
pueden cumplir»
.
Está llorando
porque murió Maradona
(sí,
Maradona)
y está esperando
bajo el rayo del sol
para entrar a un velorio
multitudinario.
Hay pandemia,
y está desaconsejado
lo multitudinario.
No trabajan los teatros
ni los cines,
es difícil festejar
un cumpleaños.
Pero parece ser
que algunos velorios sí
se pueden hacer.
Parece ser
que es peligroso crear,
mostrar,
laburar de eso.
Parece ser
que es peligroso celebrar
pero no llorar sobre los restos
de un varón
que es sabido
que fue violento.

Un varón
que hace muchos, muchos años
metió un gol con la mano
cuando según, el reglamento,
había que meterlo con el pie.

¿Entienden?
Con el pie.

En la tele
alguien dice que
«los sueños se
pueden cumplir»
.
Otros alguienes
buscan culpables,
responsables
de la muerte del varón
y nada dicen
sobre el estilo de vida
que él decidió.

No se acercan siquiera
a problematizar su dolor.
A cuestionarse cómo, cuándo, por qué
o incluso para qué
llegó a ser un ídolo
aquel varón.

Yo escucho un disco
de Spinetta
y lloro un poco,
Pero no por el varón.
Mucho menos
por los alguienes
del televisor.
Lloro porque
resulta ser
que aquella música
resuena bien
para contar nuestro encierro.

Un encierro
en el cual
aquello de que
«los sueños se
pueden cumplir»

no es
tan cierto.
No sucede
todo el tiempo.
Un encierro en el cual
nos preguntamos por
los ídolos
y también por el dolor,
pero lloramos menos
y también nos abrazamos
menos,
y un montón de veces
nos miramos de lejos
como los alguienes
ven al Diego,
pero sin
pasión.
Sin la pulsión
que nos haga creer
porque sí,
por la posibilidad de creer.
Y nos mueva a juntarnos
desde los cuerpos.


Juntarnos
bajo una imagen común
aunque sea la del Diego.


Imagen destacada: TyC Sports

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Húmeda (una voz extraña)

Mi amor

tiene una voz extraña

color de la arena, la tierra,

la playa.

Mi amor

tiene una voz extraña

que hace juego con sus ojos

sus cejas y sus pestañas.

Arma con ellos la danza

que yo

no sé.

La danza que alguna vez

supe bien y olvidé.

Y arma también

la danza

de aquello que es frontera,

aquello que

quizás regresa.

Y también

puede ser

apenas un espejismo

una expresión de deseo en sí mismo

y escaparse una vez más

esfumarse, retirarse

como el mar,

como las olas, en realidad,

dejando al pasar

la arena

húmeda

marcada por la otredad

por su existencia imparable

inabarcable,

voraz.

Mi amor

sabe cómo bailar

la danza de esta poesía

y otras de

tonalidad similar.

Sabe actuar

la tragedia, el rechazo,

incluso, la soledad.

Y sabe también encontrar

las palabras precisas para un final,

la cadencia perfecta

para contar la guerra, la paz.

Y también todas las cosas

que entre estas líneas

aún no encuentran lugar.


Amarlo

Dormir es un sueño y amarlo también.

Es el acto de envolverse en un espacio suave, terso y caliente.

Envolverse y dejar de ser. «Dormir el dolor».

Quedarse cubierto, cubierta, cubierte por finas sábanas blancas. No ver.

Dormir es un sueño. Amarlo también.

Recostado, recostada, recostade, sin sábanas blancas,

me pregunto por qué. Cómo. Cuándo fue.

Quiero romper la crisálida. Ver el vuelo. Ser el vuelo. Militar el vuelo.

Pero en el vuelo también se quiebra algo. Duelen las alas, a veces, de aletear tanto.

Y, entonces, dormir es un sueño.

Amarlo, también.

Esta vida

Si cierro los ojos
aún te siento
anidando en mi oreja derecha
entregando el instante
más fugaz
que alguna vez
en mi cuerpo
ha tenido lugar.
Te siento negándote
a un instante más
y dejando en mi oreja
un jadeo final.

Si cierro los ojos
aún te veo acá
malgastando segundos valiosos
convirtiendo mi hogar
en silencio pesado
castigo en mutismo voraz.

Te veo acá
y si estiro los brazos
te puedo tocar.
Si expando mis oídos
aún te puedo encontrar
en aquella canción
que es «la murga que nace
en la entraña del malón».

Si cierro los ojos
aún puedo besar
tu espalda entre sueños,
después puedo inventar
los versos más bellos,
más tristes
que leerás jamás.
Pero ninguno, mi amor,
va a alcanzar jamás
mi amor por vos
su injusticia,
su crueldad
y su dolor.

Si abrazo mi cuerpo
aún te siento
calmando tu sed
con los restos,
rompiendo mi piel
con tu piel.
Y maldigo el momento en que amé.
Maldigo la vida
que alguna vez inventé
de camino a tu casa
a esa casa
donde ya
no volveré.

Maldigo en un grito
esta vida
donde ya
no te voy a ver.

Las lluvias que no mojan, ni siquiera en pandemia

El pasado jueves 2 de julio en horas de la mañana, el Hospital Cosme Argerich recibió la visita de Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno porteño. Se tomó fotos en los boxes de laboratorio de la planta baja, donde se testea a trabajadores expuestes a la COVID-19. También se fotografió conversando con Néstor Hernández, director médico del hospital.

Sin embargo, no lo vieron acercándose a los servicios de terapia intensiva, ni tampoco al cuarto piso, destinado al aislamiento de pacientes con COVID-19 de baja y media complejidad. Menos aún lo vieron interiorizándose sobre el estado de salud del personal contagiado o comprobando con sus propios ojos la cantidad y calidad de los equipos de protección disponibles.

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A diferencia de lo ocurrido en otros hospitales de la ciudad, donde fue forzado a retirarse fustigado por las demandas del personal, en esta ocasión, Larreta pudo moverse con total libertad.

El hecho sorprende por una variedad de razones. Entre las más concretas hay algunas que son de público conocimiento: fue en el Argerich donde se registró la primera muerte por COVID-19, a principios del mes de marzo. Cerca de 70 trabajadores se vieron expuestes al contagio por no aplicarse los protocolos de bioseguridad y diagnóstico, por lo que debieron aislarse.

Nota de aviso de colapso operativo, emitida por el hospital con la firma del Dr. Roberto Veneroni.

Posteriormente, ante la falta de personal, el servicio de urgencias debió comunicar un colapso operativo y la imposibilidad de recibir pacientes hasta nuevo aviso.

En el sistema de salud porteño, la atención de urgencias se maneja en red por medio del SAME. Si un servicio comunica colapso operativo, los servicios que se encuentren en las cercanías deberán absorber su demanda, además de continuar atendiendo la propia. Ello implica una probabilidad real de que también colapsen y se vea comprometida la atención médica de urgencia de todo un sector de la Ciudad.

A pocos metros de lo real

Mientras Larreta paseaba entre los boxes de extracción con el aval de quienes no lo echaban, en el servicio de urgencias faltaba Miriam Pucheta.

Miriam es una enfermera de 46 años de edad con varios años de antigüedad en el hospital. Se contagió el virus y su condición se volvió crítica. Miriam padece anemia hemolítica, una patología de la sangre en la cual se presentan dificultades para el abastecimiento de oxígeno a los tejidos. Bajo estas condiciones, no queda claro por qué razón se encontraba trabajando, en lugar de hacer uso de licencia.

Al cierre de esta edición, se encuentra internada en asistencia respiratoria mecánica. Sus compañeres y familiares debieron realizar una campaña de difusión del caso para conseguirle donantes de plasma y lograr que su cobertura médica la incluya en el protocolo de tratamiento. La Asociación de Enfermería de Capital Federal (AECAF) envió mensajes de solidaridad desde las redes sociales, intercalados entre oraciones a Dios por les colegas que ya fallecieron. No más que eso.

Miriam Pucheta, enfermera del Hospital Argerich.

Miriam Pucheta no es la única. Entre los meses de mayo, junio y lo que va de julio, se contagiaron trabajadores de varias salas de internación y también trabajadores de servicios generales que, según las planificaciones operativas, se encontraban afectades a tareas sin contacto con pacientes COVID-positivos.

En el Argerich, al igual que en todos los hospitales y centros de salud dependientes del GCBA, el personal de todas las áreas se dividió en grupos y concurre alternadamente en un intento de reducir las posibilidades de que un contagio masivo deje al área sin operatividad.

Todes tienen suspendido el uso de licencias mientras dure la emergencia sanitaria. Todes son pasibles de ser destinades de manera inconsulta a otros efectores de salud en caso de que alguno se quede sin personal. A quienes se desempeñen en los turnos franqueros, también pueden asignarles tareas en días laborables, según una resolución emitida recientemente.

En un pie de igualdad con el sector privado, además, acaban de recibir la primera cuota del afamado bono extraordinario, que primero se anunció de tres pagos de diez mil pesos, después de cuatro pagos de cinco mil y después de «solo palabras de agradecimiento», según dijera el propio Alberto Fernández, presidente de la Nación, al ser consultado por ello en conferencia de prensa.

El pago comenzó a regularizarse recién a cuatro meses de su anuncio con bombos y platillos y de vincularlo a la necesidad de reconocer y premiar la labor asistencial. No se ofrecieron mayores argumentos para justificar la demora que los de «una cuestión burocrática».

Curioso resulta, en estas condiciones, imaginar qué mundo habrá visto Horacio Rodríguez Larreta en su paseo por la planta baja del hospital. También cuál le habrán querido mostrar quienes lo recibieron y quiénes, sabiendo que estaba allí, no lo echaron. Quizás se trate de un mundo de trabajadores no humanos, que le ponen el cuerpo a una pandemia sin recursos, sin derechos de ningún tipo y sin verdadero reconocimiento social, entre otras vicisitudes.

Un mundo en el que les trabajadores, al cabo de muchos años de ser despojades de derechos básicos, se las arreglan para convencerse de que está bien, de que son ángeles o héroes o elegides para pelear una batalla. Y que, luego de tamaña lucha desigual, aún les queda resto para ofrecerle al opresor una bienvenida en una escena pulcra, clara y agradable a la vista, mientras la multitud aplaude, todas las noches a la misma hora, desde sus balcones.


Imágenes: Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires


Luz Aimé Díaz, viñetas de justicia patriarcal

En mayo de 2018, Luz Aimé Díaz es muchas cosas.

Estudiante del Bachillerato Popular Trans Mocha Cellis, a donde llegó para completar su escolaridad y seguir estudiando. Inquilina del Gondolín, conocido hotel del barrio de Villa Crespo en donde viven 47 mujeres travestis y trans, que se autogestionan organizadas bajo la modalidad de Asociación Civil.

Trabajadora sexual, migrante y sobreviviente de varios ataques transodiantes, uno de ellos sufrido a sus trece años a manos de un cliente que la molió a golpes. Como consecuencia de ese ataque, Luz perdió el 100% de la visión de su ojo izquierdo y conserva apenas un 25% de la visión del derecho. Dice que aprendió a manejarse sin bastón y que los clientes que vinieron después, en los años, nunca se dieron cuenta.

Es preciso detener el devenir de la escritura en este punto y pedirle al lector que repase el párrafo anterior. Que intente pensar en una niña de trece años en situación de prostitución. En el cliente, varón y adulto, que pide sus servicios y luego de usufructuarlos los paga con golpes y ceguera. En los clientes del después, varones también, que no registran que están ante una persona ciega, creando una especie de paradoja de lo visual y de la propia acción y efecto de percibirlo.

En mayo de 2018, Luz, de por entonces 21 años de edad, es contratada por dos hombres en el barrio de Palermo. La llevan a su departamento y los atiende, de a uno, en una habitación. En la habitación de al lado, se encuentra un hombre secuestrado, atado y amordazado. Luz no se da cuenta de nada. Concluye su servicio y se va. La vida —y ella— siguen siendo muchas cosas por los siguientes dos meses.

Y entonces llega julio, el frío, un hotel y algunas copas, también en Palermo. Dos hombres se acercan, igual que en aquella noche del mes de mayo. Le preguntan cuánto cobra por un servicio. Cuando los saca cagando, se identifican como policías y le develan la verdad: la buscan por aquel secuestro del cual nunca se había enterado.

La llevan detenida y al cabo de unos días la trasladan al penal de Ezeiza. Allí pasa ocho meses con prisión preventiva, hasta que vuelve al Gondolín con arresto domiciliario. Desde entonces, la sostienen sus compañeras y les docentes del Bachillerato. Su familia también, desde su Salta natal, como puede. Aguarda fecha de juicio, que ya fue pospuesto en dos ocasiones.

En la opinión pública se ha expresado un generalizado repudio y el pedido de absolución. Se ha dicho que la justicia tuvo un accionar patriarcal y sesgado, que no contempló perspectiva de género ni el historial previo de vida de Luz.

El accionar judicial fue esencial y fundamentalmente transodiante. Lo suficiente como para establecer que una filmación de Luz entrando al edificio es prueba suficiente para adjudicarle la autoría de un secuestro. Para creer que ella, aun en condiciones generalizadamente desfavorables y con una discapacidad visual, sería capaz de doblegar físicamente a la víctima. Para creer, además, que tendría motivaciones para hacerlo, destacando que se trataba de un varón homosexual.

Al creer eso, la justicia reprodujo el mito que dibuja a la mujer travesti-trans como necesariamente vinculada al crimen y creó otro peor: la idea de que las personas LGBT se matan y secuestran entre ellas, sin otro motivo aparente más que lo intrínseco de sus identidades de género o sus orientaciones.

¿Y por qué omitiría considerar la discapacidad visual de Luz como limitante objetivo para cometer un secuestro, cuando fue comprobada por sus propios peritajes? ¿Por qué resolver todos los interrogantes del caso en su presencia en el edificio, sin investigar a los hombres que aquella noche la llevaron?

Lo cierto es que hoy es junio de 2020 y Luz no está sola. Tiene a su lado un ejército de amor y aguante. Una comisión formada para defenderla y ayudarla en lo que haga falta. Sus compañeras del Gondolín confeccionan barbijos y los venden para cubrir los gastos en una cuarentena que a la mayoría de ellas les impide trabajar. También reciben donaciones de artículos de higiene y alimentos en la sede del hotel, respetando los recaudos que impone la contingencia.

Luz no está sola. Pero su caso deja abierto un interrogante final, imposible de evitar: ¿cómo sondear la aparentemente insondable soledad que produce descubrirnos a nosotras, las mujeres en toda nuestra diversidad, unidas, pero a merced de un aparato judicial que con vía libre y total impunidad nos odia?


Imagen de portada: noralezano

Ricardo Barreda, el santo de los femicidas

Los hechos serán conocidos por la mayoría de los lectores. Transcurrieron en La Plata, en el año 1992. Ricardo Barreda, que en ese entonces tenía 56 años de edad, asesinó de una sucesión de escopetazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas en la casa donde convivía con ellas. Antes, una supuesta discusión entre él y su esposa. Después, un poco de desorden en la escena, una huida, una visita al zoológico, al cementerio, a la pizzería y finalmente al telo con una amante.

Barreda regresó a la medianoche a la vivienda y activó el sistema de emergencias. Los restos de Adriana, Cecilia, Gladys y Elena seguían allí. Dijo que había sido un robo, por eso el desorden. No le creyeron. Lo hicieron confesar en la sede policial. Tres años más tarde, relató los hechos en un juicio, con elegante vocabulario y notoria tranquilidad. Lo condenaron a prisión perpetua y pasó 18 años en la cárcel de Gorina.

Barreda en el supuesto de sabiduría popular

Durante los años 2000 y en los primeros 15 años posteriores al crimen, era frecuente escuchar la historia de «Conchita». Un hombre que vivía rodeado de mujeres, que lo habían bautizado así y que «lo explotaban a diario» para el cumplimiento de las tareas domésticas. «Conchita» era una especie de tumor, de fracaso humillante e insoportable que le ocurría a diario a Ricardo Barreda hasta que un día, sencillamente, no aguantó más. Escopeta en mano, hizo «justicia y honor» a todos los chistes de suegras que en ese entonces eran moneda corriente.

La «sabiduría popular» rápidamente lo convirtió en «héroe». Exponentes de la cumbia y el rock nacional le compusieron canciones reivindicándolo. Entre los comentarios de sobremesa, llegó a construirse incluso la figura de «San Barreda», el santo de los hombres agobiados y unidos en matrimonio a mujeres excesivamente demandantes. «San Barreda» aparece en su estampita con una aureola sobre la cabeza, una escopeta en una mano y una tijera en la otra. Algunos de los rezos dirigidos a su figura aún se encuentran en Internet.

«Como todos sabemos, la principal causa de muerte entre los hombres casados es la hinchazón testicular. Por eso, cuando un domingo por la tarde intentamos ver el partido y nuestra mujer nos ronda cual mosca veraniega, lanzando frases como “la lamparita del pasillo no se cambia sola”, podemos salvar nuestra vida si, frotando la estampa del Santo en la zona del bajo vientre, invocamos: ¡San Barreda, yo te froto, que me resista el escroto!».

Mediante una lectura rápida de los rezos se advierte fácilmente en dónde radica el conflicto: el absoluto —y exagerado— rechazo a compartir las tareas de cuidado del hogar. Según el imaginario discursivo de Barreda, este no solo es asunto de quienes no tienen pene desde una lógica patriarcal y cissexista, sino que además es asunto de quienes poseen una genitalidad a pequeña escala, degradada, impotente. Desde esta lógica, lo pequeño muy pocas veces es bueno y mucho menos si tiene que ver con lo genital.

«Conchita» era entonces la genitalidad en decadencia de Ricardo Barreda, eclosionada en un aparente pase de magia al momento de tomar un plumero y barrer las telarañas de la puerta de entrada. La «sabiduría popular» supo captar al detalle y terminó de otorgarle carácter de agravio. Maltratadoras eran las cuatro mujeres asesinadas por nombrar «Conchita» al otrora macho. Dicha idea se mantuvo intacta durante años, sin que demasiadas voces se animaran a señalar lo que hoy parece una obviedad: nunca escuchamos la versión de estas mujeres. No podemos, no les pudimos preguntar.

Barreda en los medios de comunicación: Su vida, después 

«Barreda era más que un picaflor», dice un periodista de policiales de un reconocido multimedio argentino: «A Barreda se le iban las manos. Tocaba a las mujeres, quería ir a la cama todo el tiempo, pasaba por atrás de una mujer y le tocaba la cola». El fragmento se emite un sábado de agosto del año 2019. El periodista continúa diciendo que como la mujer era «bien y normal» (sic), se dedicaba a explicarle que no daba, que tenía que moderarse, que no era posible «ir a la cama» todo el tiempo.

El periodista manifiesta que este asunto erosionó rápidamente los vínculos intrafamiliares. Que las mujeres hacían su vida y Barreda la de él. Que en esa vida, Barreda imaginaba mundos en los que era violentado, destratado por ellas. Que al mismo tiempo (vaya paradoja temporo espacial) ninguno de esos mundos se cruzaba jamás con el mundo real de ellas. Hasta este punto, el relato inquieta.

Cuatro años después de la primera marcha de Ni Una Menos, hay un periodista sentado ante una cámara naturalizando los esquemas de conducta de un acosador sexual. Lo que es peor: construyendo imágenes de una irrealidad absoluta en torno a los esquemas de conducta de las cuatro mujeres.

Difícil es imaginar a Gladys Mcdonald, quien era su mujer, explicando con paciencia y amor (y un cierto maternaje) aquello que para Barreda tendría que ser claro y evidente. Difícil es imaginarla aconsejándole moderación. Infantilizar a un acosador, considerarlo alguien que debe ser reeducado e instruido sobre cómo comportarse, es sembrar terreno fértil para la continuidad de sus acosos. Depositar, además, la responsabilidad de instruirlo en una de sus víctimas es llevar la violencia a su enésima potencia.

Es altamente improbable que los vínculos intrafamiliares se hayan visto erosionados producto de que Barreda fuera un «picaflor». El picaflor es un pájaro generalmente admirado por su belleza y su pericia milimétrica para mantenerse en vuelo y sorber el néctar. Barreda no sorbía el néctar de ninguna flor. Era un acosador y un femicida.

Los vínculos al interior de una familia pueden afectarse por diversos motivos pero el acoso sexual no es uno de ellos. En torno a un acosador no hay una familia hastiada o desunida. En torno a un acosador hay víctimas. Los que imaginamos mundos somos los escritores y los teatristas. Barreda no era teatrista, ni escribía. Sus mundos se cruzaban todo el tiempo con el mundo de sus víctimas.

En 2008, Barreda conoció a Berta, una mujer que solía visitar a los presos del penal donde él se alojaba. Iniciaron una relación y, años más tarde, ella se convirtió en su garante de arresto domiciliario. Se fueron a vivir juntos a la casa de ella, en Belgrano.

La prensa tomó registro del modo en que Barreda la violentaba psicológica, simbólica y verbalmente. En archivo, hay diálogos completos en que él la llama «chochán» y dice que es mejor que no coma, porque «si come, fenece»; en donde tiene por costumbre interrumpirla cuando habla, para restarle valor a sus dichos, para informarle que le gustan «las pibas de veinticuatro» y para burlarse de la cicatriz en el cuello de una de sus amigas.

En 2014, la Justicia argentina a través de la figura del juez platense Rubén Dalto despertó finalmente a la idea de que Berta estaba en peligro. Retiró a Barreda de la casa y lo devolvió a la cárcel. Quien escribe recuerda que el momento preciso fue transmitido en vivo por radio y televisión y hubo periodistas acercándole el micrófono a una Berta abrumada, dolida, asustada, que apenas podía hablar. Berta falleció al año siguiente. Barreda se enteró por la tele.

En 2016, se dio por cumplida su condena y retornó al afuera. Considerado heredero indigno de la casa donde cometió el cuádruple femicidio, no tenía a donde ir. Paró un tiempo en lo de un amigo y, después, apareció en un hospital en la zona norte del conurbano bonaerense. Allí vivió casi un año, hasta que fue expulsado en medio de acusaciones de maltrato y amenazas a dos enfermeras.

Después, alquiló una pieza en una pensión en San Martín. Vivió allí hasta que nuevas complicaciones con su estado de salud lo hicieron volver a internarse, esta vez en el Hospital Eva Perón. Luego, pasó a un geriátrico de PAMI en José León Suárez. Murió allí, el pasado lunes 25 de mayo, de causas naturales. Él sí, a diferencia de sus víctimas, tuvo esa posibilidad.

Que Ricardo Barreda sea un nombre recordado como el de un femicida, militante del desprecio a las mujeres. Como el nombre de un ocupa que, a exclusiva fuerza de desprecio, tomaba el espacio que le correspondía a las mujeres de su entorno. No sabemos qué pensaban, ni qué sentían Gladys, Elena, Adriana y Cecilia. Muy poco sabemos sobre qué pensaba y qué sentía Berta. Apenas sabemos aquello que pudimos inferir o reconstruir en la medida que Barreda hizo silencio y nos permitió hacerlo.

Sobre todo y de forma urgente, deje su nombre un interrogante abierto sobre aquellos que lo hicieron estampita, canción, y le rezaron en la intentona de eludir responsabilidades de cuidado y socioafectivas, y de configurarse como víctimas en un orden social donde conservan intacto, la mayoría de las veces, la mayor parte del poder.


De cuarentenas y otras artes

La cuarentena por COVID-19 ha resultado ser el contexto de surgimiento de numerosas y muy diversas expresiones artísticas. El hecho no sorprende: el arte es terreno fértil para la catarsis y la sublimación de emociones adversas.

El arte es herramienta para la ocupación de espacios en términos políticos e ideológicos. Hoy por hoy, ocupar espacios resulta una necesidad no solo desde ese plano sino también desde el plano más concreto y real.

Conocidos serán por nuestros lectores algunos contenidos virales que circularon por redes sociales en las últimas semanas: el reencuentro de Roxi y Panigazzi, de la serie Gasoleros, o el diálogo marital por videollamada entre Pepe y Moni Argento. En el plano musical, escuchamos «Supón», la interpretación colectiva-colaborativa de «Imagine» de John Lennon, impulsada por la actriz y conductora Tamara Bella. La canción inquietó a la audiencia más exquisita pero no deja de pertenecer a este rubro.

Se trata de creaciones que muy probablemente no hubiesen existido de no ser por la circunstancia de aislamiento. Sin embargo, en paralelo a estas, llama la atención un fenómeno muy específico que (por ineludible área de interés) hemos observado mayoritariamente en el ámbito literario: el surgimiento de expresiones artísticas que poseen a la cuarentena como raíz temática y matriz organizadora fundamental.

En el ámbito de la narrativa y la poesía, numerosas antologías se han confeccionado a manera de repertorio de la experiencia. Otras tantas mantienen sus convocatorias abiertas. En todos los casos, su edición digital de descarga gratuita ha resultado una herramienta valiosa para editoriales independientes, a los fines de conservar visibilidad.

En el ámbito de la dramaturgia, el gran Mauricio Kartún en conjunto con el Centro Cultural Caras y Caretas impulsaron en los últimos días la convocatoria «Monólogos de la peste», un certamen de libreto teatral centrado en la vivencia de confinamiento durante la pandemia de COVID-19. Se propone la elección de diez micromonólogos y plantea para ellos un plan de puesta en escena que no tiene tiempo: el tiempo estará definido por el devenir de la experiencia. Las obras seleccionadas serán representadas, dirigidas y filmadas para su difusión en la instancia que la cuarentena lo permita.

No se sabe más. No está en manos del artista la posibilidad de definir la variable temporal. Sin embargo, continúa intacta la posibilidad de encontrar razón, identidad y una mejor versión del mundo en la labor creadora.

El arte pasa, así, a ser espacio de resiliencia, de creación de nuevos deseos, nuevos vínculos, nuevas posibilidades de experiencias agradables.