El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Estaba sentada en un sillón de unos 40 años de antigüedad, con anteojos de sol de la época que tapaban mis ojos celestes.
Yo lo quise, a veces él también me quería.
Así decía Neruda, refiriéndose a ella.
Ella, la que se había marchado.
Ella, perdida y lejana.
Pero yo no pude marcharme como ella. Yo tuve que quedarme y marchitarme por mi cuenta.
No marcharme a costa de marchitarme.
Él llegaba y comenzaban las peleas, los golpes y los gritos.
Él llegaba y comenzaba el maltrato.
Cómo no haber odiado sus grandes ojos fijos.
Clavados en mí, mientras hacía uso de todos los insultos existentes solo para lastimarme.
¿Importa que su amor no haya podido guardarme?
Mis lágrimas caen al verso y al alma como al pasto el rocío. La noche inmensa, más inmensa sin él.
Inmensamente gloriosa, inmensamente libre.
Entonces un niño corre, en busca de moras.
Pero la misma noche hace blanquear los mismo árboles.
Me levanto y corro mi cabello. Mis quemaduras de hace 15 años cuentan su propia historia.
El niño suelta la canasta y corre.
Corre libre, como yo no pude. Y me siento feliz por él.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ahora soy ella, perdida y lejana.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
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