Arrebato en primera persona

Lo sentí veloz.
Fugaz como un segundo.
Pero lo reviví en mi cabeza mil veces en el viaje a casa como si hubiera sido una persecución intensa, donde cada segundo desafiaba el espacio/tiempo para amenazar en convertirse en eternidad.
Lo primero que recuerdo fue el rugir de una motocicleta. La tarde había sido larga y yo había bicicleteado ya más de 10 kilómetros. Cualquier distancia hubiese sido poca, porque la razón por la que estaba bicicleteando era noble: la amistad que me había salvado tantas veces me reclamaba y yo, leal y agradecida, respondí con esfuerzo y sudor.
El frío era hermoso, y mi aurorita se deslizaba suavemente entre los autos, entre las multitudes, mi cabello se escapaba del casco y ondeaba al viento, respiraba, estaba viva. Poco tiempo atrás había perdido esas sensaciones: la caricia del frío, el golpe de energía que me daba pedalear, mi sangre volviendo a circular. Tanto tiempo había estado tiesa, moribundo, vencida, que estar en esta callejuela levemente alumbrada en este anochecer urbano se sentía como una bocanada de aire, delicioso aire invernal, en pulmones que hacía poco habían estado sofocados por el humo, la tierra y la desesperanza.
Alcé mi vista para ver las luces naranjas que me ocultaban el cielo que se estaba despejando: la tormenta había pasado.
Y al parpadear, me encontré en el suelo.
Primero fue el rugido, sentí en mi oído derecho el cosquilleo de un motor acelerando. Algo me perturbó de ese rugido, ahora sé que fue el haberlo tenido tan cerca sin haberme percatado de ello; luego fue la mano, enguantada y fuerte, estirándose hacia mí. ¿Qué buscaba el extraño? ¿Qué quería arrancarme?
Su mano se extendió completa, más rápida que un latido, alrededor de mi corazón. Quiso arrebatármelo en un movimiento certero, mientras los dos avanzábamos por esa calle que ahora me daba cuenta que era muy oscura, muy solitaria, muy silenciosa.
«No».
Eso fue todo lo que atiné a decir, a pensar, a actuar. No.
Fue la negación de todo mi cuerpo, la rebelión completa.
No.
Hacía tan poco que había recuperado mi vida. No. Hacía tan poco que había empezado a sentir cosas lindas. No. ¿No te das cuenta que apenas está volviendo a latir?
No.
¡¿No te das cuenta que recién ahora pude volverlo a sentir!?
¡NO!
La mano lo apretó un segundo. Se aferró a él con toda la fuerza del deseo. Pero yo me aferré más fuerte, con más deseo. Con la certeza de haber conocido su ausencia, con la esperanza recién recuperada, con una nueva e imponente tenacidad que mi sufrimiento había engendrado.
Fui una luz tan resplandeciente que el guante cedió, y la moto aceleró la marcha zambulléndose en la noche.
Yo caí.
Caí y el asfalto me besó todo el cuerpo con moretones. Caí y las lágrimas quisieron brotar. Caí y mi aurorita cayó conmigo, acompañándome hasta el final.
Caí, y en el piso pude ver mi triunfo.
Caí y contuve el aliento.
Me levanté y me protegí en la luz de un supermercado abierto. Vi al policía a pocos pasos de mí, que ni siquiera se había ofrecido a ayudarme. Vi a mi aurorita con el manubrio ladeado, y entonces me vi.
Vi a esa chica temblando que enderezó el manubrio de su bicicleta y se volvió a subir. Vi a esa chica encarando Avenida Rivadavia. La vi acelerando sin dudar, directo hacia casa.
Y ahí respiré. Estaba viva.

Octavia – Relatos

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Ese perro.

Ese perro vio mi alma, estoy seguro.

Las luces destellaban, reflejadas en la bruma de la lluvia. Yo, en el piso, creo que respirando. Creo, porque mi respiración me resultaba ajena. Veía a un hombre respirar, arrugándose el pecho de la camisa con una mano, los ojos abiertos de par en par con lágrimas que le corrían por los lados. Supongo que ese era yo.
La gente siguió circulando, todos ausentes, enajenados. Los paraguas les tapaban las caras, y los autos levantaban estelas de agua a su paso, todo estaba desenfocado. Nadie me conocía, era un extraño. Hasta a mí me costaba reconocerme, con el sudor helado que me invadía la frente y el pelo embarrado de sangre.
Todos, incluido yo, desconocíamos a este hombre.
Estoy casi seguro de que era yo, debía serlo, probablemente, porque alguna vez me etiquetaron en una foto en facebook y la persona en el suelo se parecía al tipo de dientes perfectos y tez arrebolada que me sonreía a través de la pantalla, rodeado de mis amigos. Personas que ahora, también, me resultan desconocidas.
Pero ese perro no. Yo lo conocía a ese perro. Mi vecina lo sacaba todos los días a la noche, justo cuando yo sacaba la basura. Una chica de buen barrio, de esas que se pierden en una multitud de iguales con la misma ropa, la misma música, el mismo autoestima colgando de superficial. Simpática, pero algo aburrida para mí. Pero su perro, su perro no. Chano es mágico, un labrador negro, altivo y juguetón, que huele siempre a perfume y adora acariciar a la gente. Sí, acaricia a la gente, lo ha hecho conmigo. Cualquiera puede ser su amigo y yo creo que es uno de los logros más impresionantes de mi vecina: un perro al que no le podés dar vuelta la cara, no podés no acercarte y acariciarlo. Él te enseña que eso es amar: sonreírle al otro sin esperar nada a cambio y devolver, multiplicado infinitamente, el gesto de afecto de alguien sin importar cuan desconocido sea.
Mi vecina estaba esa noche, con su piloto rosa y sus botas de lluvia deslumbrantes, cuando mi alma se empezó a separar de mi cuerpo, ahí, a la vista de todos, en la esquina de nuestra casa, mientras desesperadamente intentaba mantenerla en su lugar. Me aferraba a la vida con todas mis fuerzas, pero me sentía desvanecer con una facilidad aterradora, cada vez más alejado de ese hombre en el suelo que tenía una herida de bala en el pecho y un terrible golpe en la cabeza, que convulsionaba violentamente mientras la ambulancia se tomaba su tiempo.
La mujer, aterrada, sujetaba la correa con fuerza, pero Chano insistía e insistía, sus aullidos retumbaban en la lluvia, se colaban por las persianas cerradas de los departamentos. Interpelaba a la gente, que ya no podía ser indiferente a mi inminente muerte. Su dueña siguió tirando y gritándole entre lágrimas que por favor se quedara quieto, pero no había caso: Chano me estaba viendo y no podía soportarlo.
Nunca había visto tanto dolor en nadie como el desgarro que veía en ese labrador negro, que era más consciente de la situación que todos los demás espectadores. Él era el único que podía verme, podía ver mi alma desvaneciéndose de mi cuerpo.
Cruzamos miradas un segundo que fue eterno, mientras las gotas golpeaban mi cuerpo y el agua iba arrastrando la sangre hacia el desagüe de la vereda. Yo no sentía el frío, ni la lluvia atravesándome, nada. Solo sentía la inmensa angustia que el labrador me transmitía. Ya no escuchaba ni los llantos de la pobre chica, ni los bocinazos, ni siquiera el rumor de la lluvia, solo su aullido resonando en la oscuridad de la noche.
Finalmente, la correa cedió y Chano corrió. No corrió hacia mi cuerpo ensangrentado y agitado, corrió hacia mí. Elevó su cabeza y me escrutó con sus ojos inundados de bondad, pidiéndome que lo acariciara. Entonces sí, volvió sobre sus pasos y se acostó en el suelo, gimiendo suavemente, sobre mi cuerpo.
No sé cómo, pero moví mi mano y sentí su suave pelaje corto. De repente, vi el cielo a través de mis ojos, sentí el hierro de la sangre en mi boca, el frío del agua en mis articulaciones. Todo ese cuerpo sufriente que me parecía tan ajeno se volvió mío, insoportablemente mío. Pero el calor de Chano era un extraño alivio que brillaba como una luciérnaga en el medio de la oscura inmensidad de mi dolor.
Entonces, la ambulancia llegó.

Octavia – Relatos

Olvido

Olvido. La corta vida del hombre está plagada de olvido. Los atardeceres duran menos pues los edificios son más altos y la oscuridad se vuelve cada vez más larga sobre las espaldas de los atormentados. Donde antes arrullaba el río, ahora habita la sed. Donde antes la hierba acariciaba los pies, ahora los quema la arena caliente. La ciudad sigue allí, cada día más altiva, cada día más ruidosa. Se perdió el silencio de los grillos, la humildad de las rocas, la generosidad de los árboles.
Y un día el hombre olvidó que antes esta tierra yerma tenía magia.
El hombre encendió fuego para entibiarse las manos. La noche era fría, el otoño ya soplaba en el bosque que acorralaba a la ciudad, forzándola a permanecer limitada y contenida por muros de granito. Se sentó cerca del fuego, desenfundó su laúd y toco con destreza trovadoresca.
La curiosidad la atrajo hacia el extranjero, un intruso que la ciudad había escupido con desprecio. Ella se acercó con timidez y le dio la bienvenida al claro donde ahora un fuego iluminaba. Con cordialidad le señaló la arboleda y le presentó a cada uno de los árboles y sus guardianas, le contó sobre la resiliencia de las hormigas y le susurró el camino más directo al río. El hombre, asombrado por el destello de sus alas, solo entendió que estaba frente a un hada y quiso hacerla suya. La maravilló con su canción y ella cantó para él.
Pero las hadas son como las estaciones, y cada nuevo momento las requiere en un nuevo lugar por lo que, al terminar la canción, quiso despedirse. Él, presa de un capricho infantil, intentó atraparla con sus manos como había hecho de niño con las luciérnagas, pero ella lo esquivó con graciosas volteretas. El hombre no entiende que hay cosas que no se pueden poseer. El hada entonces bailó entre risas a modo de burla por la afrenta y él tomó una rama encendida de la fogata. Ella cesó el baile, cesó las risas, el juego había acabado, quería marcharse. Fue un instante impulsivo, una mezcla de impotencia y frustración por no poder dominar: el hombre agitó su arma y asestó un golpe.
El hada se quemó en un instante.
Sus cabellos chisporrotearon, las alas estallaron en cenizas que se llevó el viento y pedacitos de su vestido cayeron lentamente sobre prado. El aroma del otoño fue interrumpido por el humo tóxico de la carne carbonizándose. No llegó a gritar, fue un quejido triste. Una última bocanada de aire antes de que sus pulmones se calcinaran.
El hombre observó sorprendido su hazaña, ¿quién diría que las hadas podían arder tan rápido?
No había otra con ese color en la piel, con esa profundidad en los ojos, con esas alas resplandecientes. Pocas pintaban el otoño en las hojas como ella, y casi nadie sabía que arrullaba a los cervatillos cuando el invierno era más cruel. Ya no quedaban muchas como ella, su magia estaba en peligro de extinción.
Y el hada ardió dos segundos antes de desaparecer para siempre en una estela de humo y cenizas. Él se lamentó un poco en voz alta, voló con un gesto despreocupado las cenizas y retomó su laúd hasta que atrajo a otra criatura del bosque, más callada, más sumisa, que le celebrara la canción. Los que lo vieron regresar dicen que entró a la ciudad con una dríade desprevenida que luego vendió por una comida caliente y cuerdas nuevas para su instrumento.
Sin hada, el bosque se marchitó en un invierno eterno: las dríades murieron de tristeza y con ellas sus árboles. Los pájaros olvidaron su cantar y el río se marchó al mar sin mirar atrás. El bosque se replegó y se dejó vencer por la ciudad, que expandió sus fronteras con negligencia. El vergel se transformó en desolación y con cada paso que la ciudad daba, la esterilidad crecía y finalmente la miseria se hizo señora de todo.
El hombre ha perdido todo y no recuerda cómo.
El olvido es su condena.

Agradecimiento

Es mucho más fácil cuando siento que estás muerto.
Nunca te lo dije, es cierto.
Pero es que acá estaba toda nuestra familia, mirándonos. Ya no teníamos intimidad. Que suerte, pienso, es mucho más fácil estando lejos. El colectivo, el frío, la ciudad, todo se volvió infinitamente más bello.
Incluso mi hijo se ha vuelto más brillante desde que no estás. Sin tu filtro, todo va recuperando lentamente su color, los almuerzos se han infiltrado de aromas deliciosos, la diversión ya no está inmersa en culpa. Ya no me sofoca el calor.
Los días se van acelerando cada vez un poco más, mi mente se está organizando y estoy completando mis tareas.  La vida ha vuelto.
Pero todavía falta algo.
Todavía no estás muerto. Puedo ver a través de la bata tu pecho elevarse, altivo como siempre, con el orgullo de respirar; incluso con tus ojos cerrados y el tubo del respirador artificial, tu rostro no ha perdido esa petulancia que te acompañó en mejores días. Imagino que en estos días, con tanto tiempo libre para soñar, los debes estar rememorando todos: las tardes soleadas en el parque, tu risa estridente inundando la casa, los partidos de futbol agitados.
Yo también estoy rememorando.
Tu inconstancia constante, tus sermones impetuosos, tus llegadas tarde, tu aliento a cerveza directo en mi rostro, tu mano abierta impresa en mi rostro. ¡Qué poderoso te sentías, como reías, subyugándome en la oscuridad de la noche!
Y cuando no era yo era nuestro hijo que, como yo, tampoco sabía llorar. Nos quedábamos en silencio, entre el espanto y la resignación, mientras te descargabas sobre nosotros.
¿Te sorprende que hable así ahora que todos se fueron?
Lo que pasa es que volví a la facultad. Sé que insistías con que me quedara en casa cuidando a nuestro hijo, pero ahora que no estás vos, todo es más fácil. Hasta conseguí un trabajo. Y al pichi le gusta verme tan activa, tanto que si no tengo con quien dejarlo, el me acompaña y hace la tarea mientras yo estudio.
Yo pensé que era imposible hacer todo esto sin vos. Pero después de tantos meses de coma he llegado a la conclusión de que, finalmente, Dios se puso de mi lado. Al principio no lo veía y me la pasaba llorando al lado tuyo, pidiéndote que despertaras, que volvieras conmigo; jurándome que esto era mi culpa, alguna especie de castigo por no haberte valorado lo suficiente. Entonces un día llegó a casa una amiga de mis épocas de la facultad, se enteró de la noticia y quiso visitarme. Me contó que ahora estaba dando clases y que me iba a hacer bien, para no seguir revolcándome en esta realidad ineludible, volver. Qué bueno que siempre fuiste un borracho y que nunca se te ocurrió usar el cinturón de seguridad, sino está vuelta del destino jamás se hubiese concretado. Gracias a eso volví y toda la oscuridad desapareció.
Resulta que la oscuridad eras vos. No tu accidente. No era tu ausencia, era tu presencia lo que me constreñía.
Por eso te vine a visitar esta noche.
Quería decirte esto, contarte que, finalmente, lograste lo que durante tantos años me prometiste: hacerme feliz. Pero bueno, el doctor ayer me llamó y me dijo que estás mejorando  y que podrías despertarte.
Y que para mí es más fácil cuando siento que estás muerto.
Así que, si vos no podés hacer esta única cosa por mí…
La voy a hacer yo.
Porque todo es más fácil si estás muerto.

Apagándose

Caminó diez kilómetros. Esa era su tarea, llevar y traer cosas. Caminar y caminar. Anduvo con paso decidido durante varias horas, parecía que nada podía fallar. Todo terminaría en tiempo y forma, llegaría a casa, se tomaría un largo baño, y volvería a caminar. Esta vez no por trabajo, sino por placer, directamente hacia un beso anhelado. Y la brisa de los árboles sobre su rostro dejaría de ser la protagonista, para darle lugar a la risa amada.

Había entregado su último paquete, el jefe agradecido, la ropa ya abrazada en sudor, la satisfacción de la tarea completada.

Entonces lo sintió, un «click» en la rodilla, un golpecito que primero la tomó por sorpresa, después la abrumó de dolor. Cayó, se incorporó dificultosamente. La nocha ya estaba entrada, los locales abiertos eran cada vez menos. Moverse ya no era una opción, el dolor era un freno endureciéndole la pierna derecha. Se apoyó contra la pared de un edificio, decidida a arrastrarse hasta su hogar y, ya en terreno familiar, tratar de seguir con el plan original. Solo quería un beso, todo lo demás podía esperar. La primera cuadra se sintió llena de voluntad, con la capacidad de vencer la adversidad; la segunda no fue tan generosa, y en la tercera se encontró respirando con dificultad.
Un hombre, pequeño, de mediana edad, se acercó a la muchacha y se ofreció a ayudar. Ella rechazó la oferta con sinceridad, pero parece que sus modales fueron mal interpretados, porque cuando quiso continuar se dio cuenta de que tenía al hombre encorvado sobre su rodilla derecha. Gesto preocupado, las manos en el lugar equivocado, ni se detuvo a preguntar si la muchacha quería ser tratada por un desconocido en plena calle. La forzó a intentar flexionar y le explicó cosas que ya sabía. Ella solo quería llegar a casa. Tenía un plan, un plan que podía funcionar si lo ejecutaba sola. Pero el hombre insistía y forzaba dolor en una rodilla que ya estaba derrotada. Después de 20 minutos y para safarse del hombre, la chica anunció que prefería ir al hospital y empezó a moverse dificultosamente, con la rodilla aun más rígida que antes de recibir «ayuda». El hombre insistió un poco más, pero no se ofreció a acompañarla al hospital. Poca paciencia le quedaba a la muchacha, por lo que agradeció deshacerse del hombre, aunque eso implicara enfrentar la noche en vulnerabilidad.
Se decidió a entrar al hospital, quizás la atendieran rápido, de igual manera la noche estaba comprometida y el paso del hombre por su rodilla había destrozado el plan original.
Tras cinco cuadras arrastrando su rodilla, apoyándose contra las paredes, con todo el peso del cansancio del día, llegó a la guardia.
Pero al entrar la encontró abarrotada, un choque, un colapso del sistema de salud público, algo que estaba por encima de ella y que la sedujo de volver al plan original: arrastrarse a casa, luego ir a los brazos amados, de cualquier forma posible.
La fatiga solo palidecía ante la posibilidad de llegar a su abrazo, a su beso, a compartir una charla y descansar. Por eso pudo continuar su camino, con la pierna derecha estropeada y el doloroso cosquilleo del esfuerzo extra que los músculos ya agotados se veían forzados a hacer para reponer la inestabilidad del cuerpo. El panorama no era bueno, pero la esperanza le florecía al punto que sentía que las luces de la vereda brillaban con mayor intensidad cuando ella se acercaba, como una manera de mostrarle que el obstáculo se podía sortear.
Dos varones, uno joven y otro más adulto, se acercaron. La misma intención de ayudar, la misma negligencia ante la negativa de la muchacha, la tomaron de la cintura y la apoyaron en las escalinatas de un departamento, examinaron la rodilla, forzaron la flexión, ignoraron los quejidos y las lágrimas, sonrieron cortéses cuando ella rehusó la ayuda. Se miraron con gesto de extrema concentración e intercambiaron entre ellos opiniones, sermonéandola de cómo había caminado tantos kilómetros solo con sus rodillas, de lo inapropiado de su calzado y de cómo, por gracia del destino, ellos podrían solucionar todo en diez minutos.
Enajenada, ella solo veía como las luces de la vereda se iban oscureciendo a su alrededor, como la idea del beso amado se esfumaba, como la noche se iba enredando en su pelo, como el tiempo se volvía pesado, lento, y el necesario descanso se perdía de su campo de visión.
Ya ni siquiera sentía el cansancio del cuerpo, solo deseo. Deseo de huir de esa noche, de esa situación, de su rodilla. De teletransportarse y aparecer en su casa, ya ni siquiera se desesperaba por la compañía, solo quería llegar a algun lugar familiar, para poder ducharse y dejar el mal día atrás.
Tan absorta estaba, que el golpe de la piedra llegó como una descarga eléctrica que le convulsionó todo el cuerpo. Cuando cesó el grito desgarrador y las lágrimas ya estaban rodando lentamente por las mejillas pudo abrir los ojos y contemplar la solución de sus dos malditos salvadores: la rodilla estaba abierta, la pierna flexionada en un angulo imposible y, sobresaliendo con un ímpetu violento, un brilloso hueso embebido en su propia sangre. Ese no era el resultado que los dos varones esperaban, y contemplaron su acción aterrados. La muchacha les gritó que se fueran, que la dejaran en paz, que podía sola. Chequearon una sola vez, pero no se ofrecieron a llevarla a un hospital ni a llamarle una ambulancia. El más joven se ofreció a acomodarle la rodilla y, antes de que ella pudiera siquiera contestar, intentó acomodar el hueso hacia adentro, pero solo logró un nuevo grito de dolor y un brote más violento de sangre.

Estaba exhausta, por lo que atinó a escapar arrastrándose con sus brazos. Ya ni siquiera podía insultarlos.
Los varones, consternados, se alejaron lentamente en dirección contraria, ignorando la estela de sangre y llanto que la muchacha dejaba tras de sí.

La extenuación que sentía era tal que se entregó al shock hemorrágico como quien se deja caer en los brazos de un gran amigo. La sed la desesperó pero rapidamente vio como las luces de la vereda se agotaron completamente y a la oscuridad total le siguió una inmensa tranquilidad.

Por fín estaba descansando.

Octavia – Relatos

DesArmada

Hoy me llamó mi papá. Llegó bien, pero tenía una mala noticia. Se la olvidó ¡Se la olvidó! La dejó acá en casa, en el cajón, ¡En mi habitación! ¡Donde duermo! Me dijo que tendría que tenerla hasta que volviera de nuevo a Buenos Aires, pero solo Dios sabe cuánto falta para eso. Suele venir una vez al mes, dos como mucho, y ahora él está a 800 kilómetros, y yo acá, encerrada con la “cosa” esta. No sé qué hacer. Ya sé que me dijiste que la ignore, que no la toque, pero siento que la van a venir a buscar. Mi papá la compró para su protección después de que lo amenazaran para que se echara atrás y él no lo hiciera. Saben quién soy yo, ¿Y si vienen acá?
No, por favor, no me dejés sola, ya sé que no puede hacer nada ahí en el cajón pero yo me siento… Bueno, bueno, está bien; entiendo.
Mi papá me dijo que me calmara, que ellos a mí no me van a venir a buscar, que la cosa es con él, que lo amenazaron a él y le pegaron a él, que todo queda ahí, en La Pampa. Acá en Buenos Aires soy intocable. O al menos eso me dice él. Me dijo que no la toque, que no sea boluda. No es que sea curiosa, pero cuando me acuesto puedo sentir el frío del acero, el peso, en paralelo a mi cabeza, en el cajón de la mesita de luz. Yo no sé bien porque algo tan pequeño, tan inerte, puede producir tanto miedo cuando se lo tiene cerca. No, no te preocupes, no la toqué. Abrí el cajón una vez para ver si estaba, no se había movido.
Pasé el fin de semana sola acá y no pasó nada: estudié como siempre, pedí una pizza, capaz tenés razón, soy una paranoica. Voy a bajar un cambio.
La facu está tomada, a veces voy a llevarles café a mis compañeros para acompañarlos, pero no tiene nada que ver con militar. Es que en casa la soledad me abruma. Quedate tranquila, yo me quedo callada y nadie sabe lo que opino. Ahora cuando llegue a casa voy a revisar que esté todo bien y le avisó a papá.
Todo bien. Se me ocurrió poner alguna ropa encima pero después pensé que podía pasar una tragedia si a alguien se le ocurría abrir mi cajón para buscar una remera y de repente la encontraba; no, nadie se queda a dormir a casa, pero qué se yo. Lo llamé a mi papá para avisarle, no está muy bien, pasa noches enteras revisando archivos y expedientes, buscando alguna fisura en la cual meterse. Es tan feo lo que le hicieron. Al principio lo admiraba, implacable denunciando a todos públicamente, decidido a hacer justicia por él, por sus amigos, pero después de que entraran a casa y le pegaran no es el mismo. Se consolaba pensando que lo agarraron estando solo, ¡Imaginate si estaba yo! Pero el golpe fue duro, intentaron llevárselo y no pudieron, y yo, tan lejos, absolutamente incapaz de ayudarlo. Y después de eso se compró el revolver, nadie estaba de acuerdo, pero él estaba convencido de que era lo mejor ¡Y ahora se la olvidó en casa! ¿Podés creer? Te juro que me supera. ¿Y si lo atacan y él no tiene nada con que defenderse?
Hoy se me ocurrió tomarla en mis manos, solo para ver si era tan pesada como se veía. No es como en las películas, que se ven livianas y el protagonista desenfunda ágilmente y mata de un solo tiro: no, es pesada, mis manos se sienten temblorosas abrazándola, ni sé cómo sacar el cargador, pero papá me mostró hace un tiempo donde está el seguro y pude comprobar que no se puede disparar sin querer. Pero estoy totalmente segura de que está cargada.
Papá me dijo que no sea boluda, que no la toque, que no me haga la viva. Él también está paranoico, irascible. Estoy segura que esto es mucho más que miedo: es bronca, es impotencia. Me dijo que me cuide cuando vaya a la facultad, que ande siempre en grupos y me cuenta que siguen llegando amenazas, sigue faltando gente de su círculo y la angustia de papá se sigue acumulando, así como se le acaban los recursos. Su abogado vive con él, así de comprometidos están ambos en la causa.
La facu últimamente está llena de policías, por lo que nos reunimos con mis compañeros en casas prestadas a estudiar y hablar en general. Dicen que están echando docentes y que tenemos que protegernos entre nosotros, pero yo no sé bien cómo aportar, a veces creo que estoy para llenar la silla nada más, perdida un poco en mis pensamientos…
Y… sí, un poco me incomoda llegar a casa sola y saber que está ahí.
Creo que alguien intentó entrar a mi casa. El arma estaba en el cajón como siempre pero había unas marcas en la puerta, creo que intentaron forzar la cerradura o algo así. Papá me dijo que llame a la policía, pero nadie me da bola. Dicen que no es nada ¡No lo digas vos también! ¿Y si me encontraron? Papá no cree que eso sea posible, pero mi dirección está en mis datos de la facultad y saben quién es mi papá… ¿Y sí…?
Quizás papá me contagió un poco de su paranoia…
Ayer llegué a mi casa y la cambié de lugar, la puse adentro de una caja en el placard, si alguien estuvo en mi casa, tengo que cambiarla de ubicación, para mi seguridad.
Sí, es cierto, me volví a juntar con los chicos de la agrupación. No, no estoy intentando evitar mi casa. ¡Si puedo dormir con eso en mi casa tranquilamente también puedo estar! Bah, la verdad es que no estoy durmiendo bien. Papá me dijo que ya falta poco para que vuelva, así que despreocupate, cuando venga se la lleva y yo vuelvo a estar bien. Me pone nerviosa todo esto, nada más.
Contestame por favor, ya sé que es tarde, pero te juro que la movieron, me desperté con ganas de ir al baño y abrí la caja y estaba movida. No, no fui yo, te juro alguien estuvo en mi casa.
La moví otra vez de lugar. No te voy a decir a donde, por la seguridad de ambas.
¿Che, está noche puedo quedarme en tu casa? Tengo miedo. Siento que estuvieron en mi casa otra vez.
Parece que todo está más tranquilo, papá me dijo que en una semana estaba acá, finalmente, porque te juro que no aguanto más. Ya ni sé cuántas veces la cambié de lugar, revisé el seguro, me quedé toda la noche despierta con la policía en marcado rápido.
Hace un par de días que papá no me contesta el teléfono. ¿Habrá pasado algo? Capaz volvieron a entrar a casa y él de vuelta indefenso, y ahora está en el hospital y mi familia no me quiere preocupar, estando tan lejos. ¿Lo habrán matado? No puede ser, no me esconderían una cosa tan grande, pero algo pasó, estoy segura. ¡No me digas más que me calme! ¿Qué sabés vos por lo que estoy pasando?
No, no voy a ir a tu casa, me cansé de tu hipocresía, pensé que eras mi amiga. Pero vos, igual que todos me tratás de loca, como si esto fuera una telenovela en mi cabeza. ¡Mi familia está a 800 kilómetros y yo acá esperando siempre lo peor!

Mi papá me llamó, me dijo que me calmara, que en tres días está acá y que me iba a cuidar, pero no me dio más detalles. Perdón si reaccioné mal, pero de verdad estoy muy consternada y, encima, no me dijo si le pasó algo o no. Todo esto es muy raro. Necesito que me acompañes.
No sabía a quién más llamar. Nadie me contesta. Ayer llegué de una reunión de la agrupación y no está, no la encuentro. ¿¡Cómo me podés decir que me olvidé donde la guarde!? Si, la cambié de lugar varias veces pero la última vez la dejé en una caja abajo de la cama ¿O la metí en el baño? No, no estoy durmiendo bien. Pero tenés que creerme ¡Alguien la agarró! ¡Mi papá no me contesta! No me cortés, no por favor, ¿Podés venir a casa? ¿O yo voy a…? ¿Hola? ¿¡Hola!?
Era de noche, el aire estaba espeso, como si el verano se estuviera aferrando a un último atisbo de vida antes de morir. Llegué a mi casa. La cerradura hizo un ruido raro. La luz de la habitación estaba encendida. Quise volver sobre mis pasos, huir, pero una mano me atajó al voltearme y un guante de cuero ahogó mi grito. Llevaban pasamontañas, todos vestidos iguales. Vi dos, pero escuché una tercera voz diciendo “ésta es la última”. Pude verla, en todo su esplendor, el revolver de mi papá, empuñada por otra mano enguantada. Cerré los ojos. Sentí el frío del cañon en la sien. Yo tenía razón.

Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: Jorge Rafael Videla, Teniente General, Comandante General de Ejército; Emilio Eduardo Massera, Almirante, Comandante General de la Armada; Orlando Ramón Agosti, Brigadier General, Comandante General de la Fuerza Aérea.

Octavia – Relatos

Alas desplegadas

Ah sí, recuerdo sus voces en las mañanas. Era imposible sacarlas de nuestra cama, quizás porque era más grande, quizás porque estaba la tele, quizás porque estábamos nosotros en ella. Y yo les preparaba la leche, y me acostaba a ver los dibujitos con ellas. Las abrazaba y me sentía irradiada, desbordante, llena. Pero la más grande, Clara, dejó de venir al poco tiempo de nacida la nena. Tener una hermana después de ocho años de hija única no debió ser fácil para ella, así que la dejamos ser: quiso tener su propia pieza así que le dejé mi estudio, una casa de dos pisos tenía privacidad para todos; la dejé que fuera caminando sola al colegio cuando empezó el secundario; y que se hiciera el piercing en la nariz. Iba en contra de todo lo que yo creía, pero yo solo quería que fuera feliz, que no se sintiera violentada por tener que compartir. A fin de cuentas daba igual, porque sí yo no la dejaba lo iba a hacer igual, a mis espaldas, mientras trabajaba. La más chiquita la adoraba, corría atrás de ella, la miraba jugar en la computadora, le hacía dibujos. Dejó de ir a nuestra cama para ir a la de ella y, acostada con la mamadera, tenía la costumbre de enredarse el índice en el pelo, los ojitos entrecerrados y la pancita que le asomaba del pijama. La miraba hacer lo que sea que ella estuviera haciendo, le parecía increíblemente interesante. Clara primero la dejó, con una indiferencia formidable, después se fue volviendo más recelosa, y en algunos momentos la encontré pegándole a la nena. Yo nunca fui una persona violenta, por lo cual me costaba reaccionar en esas situaciones, pero lo que mejor me funcionaba era sacarle el celular a la más grande, que a los 16 años parecía un crimen espantoso. Era por unas horas nada más, pero causaba el efecto deseado. Aun así, ella tenía razón: la nena tenía que darle espacio también.
Todo se empezó a dificultar cuando las cuentas aumentaron y tuve que trabajar más horas en la universidad. Fue desgarrador separarme y no verlas más a la tarde, pero ya era hora para ellas también. La más grande ya tenía 18, por lo que no me parecía una locura dejarlas solas. Una niñera implicaría meter a alguien extraño a la casa, y eso no me gustaba: Clara estaba pronta a ser adulta y la nena la quería mucho, entre nosotros debíamos ser capaces de lidiar con nuestros problemas: después de todo, éramos una familia.
Durante la primera etapa las cosas fueron bien, pero un día llegamos a casa y encontramos a la nena con una muñeca que nosotros no le habíamos comprado. La nena, con total tranquilidad, nos dijo que se la había regalado Mauricio. ¿Quién es Mauricio? El amigo de la Clari. Mi marido estaba enojadísimo, cómo no, si mi hija adolescente estaba metiendo a un tipo que no conocíamos en nuestra casa. No fue muy pedagógico de su parte, pero no teníamos tiempo de sentarnos a debatir: puso un candado en las rejas de la casa, nada podía entrar ni salir. Así son los cerrajeros: todo puede protegerse detrás de una cerradura. Pero pronto descubrimos que eso no sería suficiente. La nena nos confesó un día que había saltado el tapial para ir a la casa de Mauricio a ver los pajaritos, pues le deslumbraba que pudieran volar tan lejos. Mauricio era el hijo de nuestro vecino, el dueño de la tienda de mascotas donde comprábamos la comida para el perro. Perdón, no me expresé bien: el hijo de 24 años, sin trabajo, que vivía con los padres y tenía un hijo de menos de un año. ¡Y Clara apenas terminando el secundario!
Me di cuenta enseguida que no iban a servir las ideas medievales de mi marido, pero era innegable que teníamos que hacer algo. Así que me senté a hablar con ella. Somos una familia Clara, no deberíamos tener secretos. Vos crees todo lo que la pendeja esa te dice. No le digas así, es tu hermana. ¡Está mintiendo! ¿Por qué le creen a ella y a mí no? Yo te creo Clara, pero tenés que hablar conmigo. No puedo hacer nada, no puedo tener amigos, tengo que estar cuidado a una hija que es SUYA ¡Una pendeja de mierda que no me importa! ¡Lo único que quiero es terminar el colegio para volar lejos de ustedes!
Escondida entre las cortinas, la nena sale corriendo, ligera, sollozante, hacia el patio, y yo tengo que salir corriendo atrás de ella, Clara es grande, Clara entiende, la nena no. Le digo a mi marido que se quede y encuentro a la chiquita sentada en la terraza, abrazándose las rodillas. No pasa nada mi amor. ¿Por qué la Clari no me quiere? Si te quiere, está confundida nada más. Es por Mauricio, ¿No? Es por muchas cosas mi amor. Pero yo sé que Mauricio es malo; yo también quiero volar lejos de acá, porque no quiero que Mauricio le pegue. ¿Qué?
¿Qué?
La nena empieza a llorar y ya no se le entiende. Mauricio, la Clari, los pajaritos, los gritos.
Clara ya no se iba sola al colegio, y volvía siempre con mi marido, y nos turnábamos para hacer visitas sorpresas a la casa. El 2001 fue terrible y ninguno podía dejar de trabajar. Pero teníamos fe, íbamos a resolverlo juntos. Gritos y ruidos de vasos rotos inundaron la casa. Ella decía que era nuestra sirvienta, y yo intentaba hacerle entender que era su responsabilidad como hija, puesto que nosotros estábamos todo el día trabajando para darle todo lo que ella quería. Mi marido se sacaba el cinto y le pegaba a la baranda de la escalera, y la nena partía en llanto. Yo interrumpía el sermón para consolarla a ella y Clara se encerraba en su cuarto, lejos de nosotros. ¡Esto no se va a quedar así Clara! ¡Vos me vas a escuchar! Sabíamos que no dejaba de verse con ese tipo, pero lo que pasaba solo lo conocíamos por los relatos de la nena: Me quedé mirando la tele en tu pieza. No sé dónde está. No me invitaron más a ver pajaritos, los extraño.
El otro día la Clari estuvo llorando toda la tarde.
¿Y por qué lloraba Clara?
No me quiere decir.
¿Por qué llorás Clara?
Y el silencio inundaba la habitación oscura, y Clara le corría la caricia a la nena con un manotazo que me dolió en el alma, ¿por qué odiaba tanto a su hermana? La nena se abrazó a mis polleras y la miró a Clara con reproche mientras se le caían silenciosas lágrimas. Y yo también lloré. Y las tres lloramos. Y al llanto le siguió un abrazo, y quise abarcar a mis dos preciosos retoños en mis brazos, protegerlas de todo mal, cobijarlas y darles una vida sin preocupaciones.
Pero no pude.
Clara empezó a sentirse enferma, por lo que la llevé al médico. En la sala de espera la nena dibujaba pajaritos con las alas desplegadas, y mientras se las pintaba también pintaba el sol. Sol y alas eran todo uno, demarcado por el lápiz negro. El médico sugirió un ginecólogo, y el ginecólogo un análisis de sangre. Podía ser somático, por todo el estrés, pero había que estar seguros.
¿Estás embarazada Clara?
Los ojos se nos llenaban de lágrimas y Clara negaba y negaba. Dijo que eso jamás había pasado y yo tuve que forzar mi sonrisa para poder creerle.
Mamá vos me criaste mejor que eso. Y yo tuve que abrazar a mi hija para poder creerle.
Y cuando estábamos yendo con mi marido a buscar los análisis de sangre tuve que tomarle la mano para que me diera fuerzas.
Y cuando llegamos a la casa tuve que atajarlo para que no se le desatara la ira en el living, contra Clara, enfrente de la nena que lo miraba todo escondida detrás de las escaleras. Él, colérico, revoleaba los papeles y sus gritos fueron tan fuertes, que gotas de saliva golpeaban la cara de Clara. ¡Nos mentiste!
Y yo tuve que preguntar: ¿Por qué nos mentiste?
Clara lloraba y lloraba, estaba pálida y temblorosa, y decía ya está, ya está, no se preocupen ya está. Y al unísono preguntamos ¿Qué cosa está?
La nena empezó a llorar así que le dije que se fuera. Mi marido respiraba agitado, Clara se deshacía en llanto, yo me calmé.
¿Qué cosa está?
Está en el baño.
A tropel fuimos mi marido y yo. Para qué, Dios mío, para qué. Una tumba de sangre en nuestro baño. Entonces la vi, sentada en la bañera, temblando, con los ojos desorbitados, las lágrimas secas en las mejillas, la boca abierta. La nena. Corrí de nuevo hasta Clara y mi llanto la golpeó con toda la fuerza de la incredulidad. En el baño de mi casa, en el tacho de basura, completamente formado, sin impunidad, ¿cómo pudiste hacernos esto?
Me senté a los pies de la escalera, sin fuerzas en las rodillas y la boca llena de bilis. No vi más nada.
No lo vi a mi marido arrastrando a Clara al hospital porque se estaba desangrando. No vi a la nena salir al patio. No la vi subir a la terraza. No la vi abriendo las alas.
No la vi volar.

Octavia – Relatos