Ficción colaboración escrita por Micaela Abdala
El Sr. y la Sra. Picklets habían estado casados por casi veintisiete años. Él era corredor de bolsa y ella una simple ama de casa.
Henry Picklets consideraba a los de su especie jefes de familia, los únicos capaces de traer dinero a la casa, dinero bien ganado con la fuerza de su trabajo. En su vida y en sus pensamientos, su mujer era solo una acompañante de sus logros. Las opiniones de ella no interesaban y, a pesar de eso, la relación entre ellos se mantenía estable, siempre y cuando al llegar a casa la cena estuviera lista. Nada de lo que ella hacía era suficiente para recibir un reconocimiento por parte de él. Los unía la costumbre, la visión que tenían del mundo, la idea de sentir que ambos pertenecían a alguien.
A Amanda Picklets esto no le afectaba. Sabía cómo era desde el momento en que lo conoció porque se había criado de la misma forma que él. No le importaba que sus opiniones no fueran tenidas en cuenta, tampoco estar en la casa encerrada las veinticuatro horas del día. No consideraba un problema el no tener amigos y tampoco que su marido le prohibiera algunas actividades. Se encontraba cómoda con su vida. Para ella, las restricciones que le imponía Henry no eran más que una muestra de cariño y cuidado.
Su rutina giraba en torno a las preocupaciones que le demandaba el mantenimiento de su hogar. No tenía hijos de los que ocuparse, mascotas a las que comprarles alimento, ni un trabajo que odiar. Toda su vida se reducía a lo que sucedía entre las paredes que la separaban del mundo exterior y que le recordaban día a día lo felices que eran sus vecinos. Siempre que podía, se hacía un tiempo para espiarlos desde su balcón mientras desayunaba. En ellos veía reflejado sus primeros años de noviazgo.
Decía que amaba la soledad, el silencio, el poder disfrutar de un tiempo de tranquilidad, pero quizás no recordaba lo que era sentirse acompañada. A veces se encontraba a sí misma rememorando con anhelo las salidas con sus viejas amigas en Milán, quienes comenzaron a formar parte del pasado cuando Henry se convirtió en su presente y su futuro. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que había compartido un trago en un bar. Ya no recordaba lo que era llegar borracha a casa, ni reír hasta que las mejillas comenzaran a dolerle.
De forma inesperada y casi sin permiso, llegó el día en que dejó de contar sonrisas y se convirtió en coleccionista de miradas inexpresivas. Una parte de su alma se concibió encarcelada y, como un acto de revelación, se separó de su cuerpo y emprendió un viaje del que no regresó. Un viaje que le estaba costando su ser.
De lo que Amanda estaba segura era de que amaba leer: le gustaba ser parte de millones de historias en las que ella era la protagonista. Probablemente eso era lo que la mantenía con vida. Había leído cientos de libros -incluso algunos más de una vez-, pero ninguno de ellos era sobre historias de amor, porque al Sr. Picklets le parecían tonterías y, al fin y al cabo, él era quien le compraba los libros.
«Una mujer tan linda y con gustos tan ordinarios», le dijo Henry aquella tarde de otoño cuando le quitó sin permiso el ejemplar de Anna Karenina que ella tenía en sus manos. «Cuando me conozcas, esto no te va a hacer falta», agregó, acercándose a un tacho de basura y soltando aquel libro. «El amor no se lee, se siente y yo lo percibí en el mismo instante en que crucé la calle y te vi», terminó diciendo. Sus palabras, la seguridad en cada una de ellas, fueron lo que hizo que cayera rendida a sus pies. Lo que él no supo es que, cuando le dejó su número y se fue, ella revolvió la basura hasta encontrarlo. Todavía lo tenía guardado, envuelto entre la ropa en la que él nunca buscaría.
Una mañana en soledad, no tan diferente al resto de las mañanas, mientras regaba las plantas de su inmenso jardín, descubrió entre los árboles una pequeña puerta de metal incrustada sobre el suelo. De la innumerable cantidad de veces que había pasado por allí, esta era la primera vez que la veía. Observó hacia todos lados como si la respuesta ante tal acontecimiento se encontrara a su alrededor. Temerosa, pero guiada por la curiosidad, la abrió y encontró una escalera que conducía hacia un largo pasillo. La puerta se cerró a sus espaldas cuando bajó el primer escalón y su corazón latió muy fuerte. Paso a paso recorrió el extenso camino en la oscuridad. El olor a humedad impactó directo en sus sentidos y el suelo áspero bajo sus pies le indicó el camino. Al final se encontró con la entrada de un pequeño cuarto.
Empujó y, en cuanto esta se abrió, sus ojos salieron de sus órbitas con lo que allí vio. Por un instante se sintió como Alicia en el País de las Maravillas. Era una sala repleta de libros: estaban por todas partes y divididos en secciones. Nunca había visto tantos en un solo lugar y, como un acto reflejo, corrió hacia los libros de romance que tanto anhelaba. Creyó sentir el momento en que su alma retornaba y se unía a su otra mitad. Recostándose sobre un pequeño sillón pasó la tarde inmersa en nuevas historias. El tiempo corrió lo suficientemente rápido para darse cuenta de que pronto Henry llegaría a casa y despidiéndose de aquel mágico lugar partió a preparar la cena.
Las sonrisas habían vuelto a su puerto, pensó, mientras revolvía la sopa de calamares.
Cuando su marido llegó, le contó lo sucedido y con emoción lo acompañó fuera para enseñarle aquel cuarto soñado, pero se llevó una gran decepción al notar que al levantar la tapa, todo había desaparecido, dejando en su lugar un montón de elementos de jardinería.
—Si no te dejo trabajar es para que te ocupes de la casa —le dijo su marido de mala manera—. Estás por volverte loca —agregó y se marchó, dejándola sola y confundida.
Aquella noche Amanda no durmió y lloró en silencio al lado de quien decía ser la persona que más la amaba. Las palabras de León Tolstói resonaban como consuelo en su cabeza: «Cada familia infeliz lo es a su manera».
Al día siguiente esperó ansiosa la partida de su esposo y, en cuanto este puso un pie fuera de la casa, se dirigió al jardín. Miró al cielo, contuvo la respiración, cerró los ojos, se persignó y empujó aquella puerta. La sonrisa se abrió camino nuevamente en su rostro.
—¡Sabía, sabía que no estaba loca! —gritó mientras saltaba.
Encontró las escaleras a esa pequeña habitación y emocionada corrió por aquel pasillo como una niña a repetir lo que había hecho el día anterior.
Así, en compañía de su pequeño secreto, pasaron varias semanas en su vida. Era tal el afán que tenía por las miles de historias que leía que comenzó a devorarse libros enteros día a día. Solo había un problema: ninguna de las historias que allí se describían era similares a la suya. No había malos tratos, ni golpes, ni insultos. Poco a poco comenzó a replantearse otra forma de amor. Llegó a sentirse miserable al darse cuenta de que, en realidad, aquello que creía verdadero sobre amar no era ni la mitad de bueno de lo que vivían los personajes de esos relatos. Amanda deseaba tener un amor como los que allí se describían.
Sabía que su camino para conseguirlo no estaba allanado; estaba casada, apenas salía de casa y solo conocía a unas pocas personas de la ciudad, no tenía familiares ni nadie a quien acudir pero sentía que debía darse la oportunidad y buscar a alguien que la hiciera sentir como la antigua joven de veinte años. Alguien que la hiciera coleccionar risas. Tenía miedo y sabía que no podía huir porque no tenía a dónde ir, todo lo que hacía o conocía de su vida estaba manejado por su marido.
En su mente afloró la idea de mudarse a aquella pequeña habitación, él nunca la buscaría allí. Cada día que partía al trabajo, llevaba parte de sus cosas y las instalaba, hasta que por fin logró crear su propio espacio.
Ni siquiera tuvo que dar explicaciones de por qué muchas de las cosas del hogar habían comenzado a faltar y pensó que, quizás, ella sería para él una de esas.
«El amor sí se lee», escribió en aquella nota que le dejó sobre la mesa.
Regó las flores del jardín por última vez, se despidió de la casa y se prometió a sí misma que cuando estuviese lista volvería a salir al mundo.
Mientras tanto, allí, con todas las historias que aún no había podido leer, aprendería del amor todo aquello que le había sido negado durante los últimos veintisiete años.
Foto de portada: Gabriel Abdala.
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