Artículo colaboración de Francisco D’Amore
En el último tiempo, se ha hecho moneda corriente encontrar testimonios de fans abusadas o violentadas por músicos populares. ¿Se puede analizar esta epidemia de denuncias como un resabio más del machismo sistemático? ¿O hay un patrón en los músicos famosos que pueda disponernos a tocar el tema con más profundidad?
Que nuestro artista preferido sea un abusador más en la lista negra de los escraches es un miedo recurrente que tenemos muchos cuando entramos a las redes en este contexto de cambio de paradigma sociocultural que estamos atravesando y del que las artes no escapan. Pero este temor revela, implícitamente, un hecho que esquivamos durante toda la historia de la música popular: el «ídolo» es un par.
Siendo el ídolo un ser humano de carne y hueso, es imposible entender esta idealización sin que la justificación diste de la finalidad primordial de la música. La fe ciega y la mitificación de la vida personal del músico han corrido el eje de importancia: pareciera que ya no es más el arte el que vale sino la historia personal del individuo, relegando su obra a un segundo plano.

Esta concepción moderna del músico popular nace en el Romanticismo con Ludwing Van Beethoven. Antes, los músicos eran enjuiciados como buenos o malos en su oficio, pero nunca se había creado semejante mito sobre la vida y la personalidad. Su sordera, sus actos de rebelión y desprecio por la autoridad, sus trastornos bipolares y su forma de ser arisca levantaron un muro de misticismo e idealización alrededor del músico, a cuyo funeral asistieron más de veinte mil personas. Había nacido el músico popular moderno.
A partir de él, este fenómeno creció hasta tener sus picos de popularidad en los años 60 con bandas como The Beatles, que exaltaron el fanatismo de sus seguidores hasta puntos enfermizos, y en la primera década del siglo XXI, con el auge de las boyband como Jonas Brothers o One Direction.
Pese a la familiaridad que podemos sentir con nuestra forma de entender la música, durante muchos años esta ni siquiera fue considerada un arte, concepto que ha cambiado de forma drástica a lo largo de la historia. Pasó de ser entendida como una interpretación literal de su origen etimológico en latín, «ars» (destreza, habilidad), a ser relacionado con las siete musas. Recién a partir del siglo XIX, con el capitalismo surge la invención del término «bellas artes» para denominar a las artes clásicas y discriminarlas de las artes manuales, como las artesanías.
Según Raymond Williams, esta distinción estuvo relacionada con los cambios inherentes a la división concreta del trabajo y a la producción capitalista de mercancías, con sus respectivas especializaciones y con la reducción de los valores de uso a los valores de cambio. Ciertas destrezas pasaron a ser admitidas como artes o humanidades cuando sus formas de uso no estaban determinadas por el intercambio inmediato y podían abstraerse conceptualmente.
Esa fue la base formal de la distinción entre bellas artes y arte útiles. Los artesanos pasaron a ser mano de obra, productores, y los artistas fueron mitificados como bohemios, cultos y trascendentales.
Pero ¿cómo se relaciona esto con los músicos abusadores? Que la música sea o no un arte, ¿condiciona su forma de consumo?
Esa abstracción que plantean las bellas artes incomoda en parte a un sistema económico que funciona con capital inmediato de oferta y demanda. Es entonces que, para su subsistencia, se obliga a convertir la imagen en un producto concreto que atraiga y se venda junto con las obras. Cuando resulta imposible comercializar el arte como tal en un ordenamiento que no premia la cultura, nace este ídolo popular, tan tóxico y tan corrosivo, como un invento del capitalismo para vender una expresión artística que se ve relegada y marginalizada de su sistema de cambio.
Siendo un fenómeno efímero, es sencillo ver por qué la música no siempre fue aceptada como una expresión artística. Recién con la invención de la notación musical, su reificación permitió que pase a ser comprendida como tal. Esta primera forma de música occidental escrita, los cantos llanos o gregorianos, no fueron creados con un valor estético ni como recreación; por lo contrario, eran utilizados por la iglesia católica para amenizar la lectura de salmos y para atraer fieles a las congregaciones.
Ya en estas formas primitivas de música escrita se establecían jerarquías entre quienes interpretaban y escribían la música, quienes la escuchaban y el verdadero destinatario: Dios. Si bien, como dice Nietzsche, este último ha muerto con el antropocentrismo, aún en nuestra música podemos distinguir jerarquías impuestas culturalmente entre artistas y consumidores.
Para estimular el lucro en la modernidad, la industria musical ha vuelto a estructurar los conciertos para retrotraerlos a la función litúrgica del siglo XI. Los escenarios y los reflectores no hacen más que remarcar la distinción entre el artista (en lo alto, iluminado) y el público (en lo bajo, a oscuras), convirtiendo el acto de escuchar música en una especie de adoración devota al intérprete.
Este mensaje subliminal de la industria cala profundo en la psiquis de los consumidores, que comienzan a entender al músico como una entidad superior y misteriosa, digna de admiración como individuo y no como artista. Este fanatismo deja de lado el valor artístico de la composición y construye alrededor del músico una especie de narrativa gracias a la cual se conoce hasta el color de su cepillo de dientes. Este tipo de culto al individuo es peligroso cuando uno abstrae la condición de ser humano del artista y su admiración se torna rendición.
En el artista, esta crisis de la subjetividad golpea de forma inversa. La aparente sumisión de los fanáticos ante su estatus de ídolo incondicional, la deshumanizante transformación del músico a objeto de consumo y la incitación del ambiente a la disparidad y jerarquización generan en él una desinhibición en su comportamiento ante ellos.
Así, se forja una relación de poder que, en un ámbito tan dominado por el hombre como lo es la música, ha sido interpelada por la desigualdad de género y la cosificación de la mujer. El artista ya posicionado en su condición de ídolo tiene aún menos problemas en pasar por encima de un colectivo que se le ha enseñado culturalmente como inferior. La desigualdad dentro de la disparidad.
En el ensayo «Introducción al narcisismo», Freud nos explica que este fenómeno de idealización se puede dar cuando el individuo proyecta en un ajeno la perfección narcisista de su infancia donde él fue su propio ideal hasta que las admoniciones de su época de desarrollo y el despertar de su juicio propio terminaron estorbándole.
Si dicha relación de poder existe hace 3 siglos, ¿por qué recién ahora salen a la luz tantos casos de abusos? La razón es clara: las nuevas generaciones han roto con el ídolo de una forma irreconciliable. Los millennials y los centennials, crecidos en un mundo globalizado y tan tecnologizado, ya no son estimulados por la leyenda de un artista. La presencia de las redes desbarata la divinización de los músicos populares.
Bandas como Daft Punk o Gorillaz nos invitan a disfrutar de la música cuestionando el concepto de autor, a escuchar obras sin conocer la identidad de sus compositores o a partir de una banda donde los músicos son personajes de ficción. Esta nueva forma de entender la música evita establecer jerarquías sin sentido, ya que la imagen que se vende sobre el escenario no es la de un igual sino un personaje apto para el consumo. El humano detrás de una máscara o de las animaciones desafía el estrellato, vende una imagen diferente a la tradicional donde la privacidad y la integridad del artista están más cuidadas.

Sumado a esto, el auge de los movimientos feministas ha hecho repensar costumbres arraigadísimas tanto por músicos como por consumidores, visibilizando así situaciones de abuso que hace 20 años no hubiesen sido tan fáciles de distinguir.
Si nos abstraemos de la nostalgia que nos producen los ídolos populares de nuestra infancia, esta transición resulta positiva para la cultura. Los artistas ya no son imperdonables, ya no son inalcanzables; volvieron a ser pares. Y este es un buen punto de partida para replantear nuestro disfrute de la música, para volver a poner el foco en el sonido y en el mensaje.
Tal vez, si esta despersonalización de las artes sigue evolucionando, nos podamos acercar a un futuro donde los conciertos dejen de ser una misa llena de adeptos devotos y donde la banda esté entre el público que, a oscuras, podrá disfrutar de la verdadera escucha sin condicionamientos del entorno.
Seguiremos decepcionándonos al leer denuncias por redes; no se puede separar al arte del artista. Pero podemos empezar por plantearnos el arduo ejercicio de desmitificar a los ídolos y «terrenalizarlos».
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