La nueva comedia romántica de Netflix parece ser un diamante en bruto que tiene todo lo que nos hace feliz: Lily Collins, París, moda de alta costura y galanes franceses, pero muy poco de representación real.
Emily en París, la nueva joyita de Netflix, se estrenó el pasado 2 de octubre y de inmediato fue furor. Creada y producida por Darren Star (Sex and the City), la historia sigue las andanzas de Emily Cooper (Lily Collins), una estadounidense de veintitantos años que se muda a París para trabajar en una empresa de marketing francesa.
En la capital, la jovencita (con una visión algo inocente de todo lo que la rodea) experimenta la novedad de una cultura nueva, mientras conoce a nueves colegas y se relaciona con nuevos amores.
Emily en París, de cierta manera, se resume en gente bonita haciendo cosas bonitas. Y por eso es tan capturable y se vuelve tan entretenida. No hay nada más lindo que el lugar seguro que nos propone el statu quo más estático de la plataforma. A través de los capítulos, no hay abordaje a lugares que puedan poner al espectador incómodo ni manifestación de zonas grises; apenas (si es que) hay identificación del público con la serie.

Modo norteamericano
«¿Por qué no te gustó la serie?», me preguntó una amiga un tanto consternada.
Quizás porque es otra historia más a la biblioteca del imperialismo estadounidense, cuya jerarquía mundial hace creer —de nuevo— que al resto del mundo les falta un poco más de «moral norteamericana», cuando quizás la causa de muchos de los problemas actuales es que nos sobra mucha moral norteamericana.
En los primeros capítulos, rápidamente podemos leer esto: Emily no solo no sabe francés sino que ni siquiera se esfuerza en aprenderlo. Como resultado tenemos a toda una oficina en el medio de París hablando inglés solo para que ella pueda entenderles.
Además, la protagonista no duda en criticar ciertas formas laborales de les franceses, implícitamente dando a entender que la forma americana es mejor. Y hasta argumenta que a la sociedad estadounidense no le caerá en gracia una publicidad sexista, con la intención de una mirada progre e inocente pero dejando en claro que, al parecer, solo las estadounidenses son feministas.

En consecuencia, la serie recibió fuertes críticas del público francés, quienes no recibieron con gracia que la trama retome estereotipos y clichés de Francia, dejándoles una imagen negativa, vaga y despectiva. Algo que, para ser sinceres, les latinoamericanes vivimos día a día.
¿Qué tipo de mujer seguimos reproduciendo?
Uno de los puntos fuertes de la serie es mostrar de manera implícita mujeres «diferentes». A lo largo de los 30 minutos de cada capítulo, no vemos chicas tontas, ni rubias malas, ni novias celosas. Pero correrse de los estereotipos más clásicos no significa hoy tener una amplia representación.
Desde el momento cero nos enteramos de que Emily viaja a París porque su jefa queda embarazada y debe permanecer en Estados Unidos. Centrándonos en la protagonista, Emily parece ser una cajita de Pandora incansable que, sin esforzarse en lo más mínimo y de manera natural, da en el clavo con grandes ideas que se le ocurren en el momento, así porque sí. Charla, saca fotos, escribe ingeniosos pie de imágenes en Instagram y, sobre todo, no molesta a nadie.
La serie, entonces, recae en una conceptualización de «mujer empoderada» perfecta por naturaleza quien, lejos de trabajar, diagramar, planificar —como el área de la comunicación lo requiere— y enfrentarse con problemas, desigualdades e incongruencias —como tanto mujeres como diversidades encuentran en el ámbito laboral día a día— , vive entre cosas que simplemente «fluyen».
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Es ficción, claro está, pero de nuevo nos encontramos ante ese tipo de ficción tan mainstream donde las mujeres parecen no pensar, no encargarse de datos duros, no planificar. Simplemente son intuitivas, se dejan llevar por lo que les dice el corazón y su éxito se basa en su capacidad de sentir pasión. ¿No nos suena, un poco, a esa división eterna de las emociones? ¿No nos suena, de nuevo, a que las mujeres solo entendemos de emoción y de amor y que todos nuestros ámbitos se ven marcados por ello?

Sin mencionar, además, que Emily es un ícono de la moda. Es hegemónicamente perfecta hasta cuando corre por la capital parisina para ejercitarse. A la joven en ningún momento de la serie se le corre el maquillaje (¡ni siquiera el labial!), ni se despeina un pelo ni se baja de los tacos, lo que refuerza la idea de que las mujeres siempre nos tenemos que ver «perfectas». Nada parece salirle mal y está siempre —siempre— lista para la actividad sexual. De la misma manera sucede con sus compañeras de pantalla femeninas.
Irónicamente, el personaje menos feminista y mas «malvado» es el que mas verosímil se construye. Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu), la jefa de Emily y la encargada de la empresa francesa, es una mujer estructurada y conservadora, que no cuestiona nada y que es directa para manifestarle a la norteamericana que, básicamente, no la soporta. Y sin embargo, en ella se exhibe un personaje fuerte que a través de su antipatía e incongruencias, resulta simpático.

Lejos de ser una nueva versión de Sex and the City, con quien comparte productor y creador y donde hubo personajes fuertes y tramas disruptivas (menos normativas), Netflix, una vez más, nos vende algo que no es. Sin diversidad sexual y apenas representatividad cultural, la serie se queda en dar a su público paisajes y vestuario de diamantes mientras que otorga contenido en forma de piedritas de colores.
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Quizás después de todo, Emily en París sí nos deja algo para recordar: que podés triunfar en todo lo que te propongas. Eso sí, si sos hegemónicamente linda, flaca, blanca. Y claro, estadounidense.

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