Es pleno mediodía, el rayo del sol pega intenso sobre el asfalto de una ciudad que no descansa, ni siquiera cuando es atravesada por un escenario apocalíptico. Van llegando los micros, las banderas, los barbijos verdes. Se empiezan a leer los primeros carteles: «La maternidad será deseada o no será». El deseo es la consigna.
El calor es agobiante pero invita las birras que se ofrecen en cada esquina porque la doble crisis pega y les laburantes salen a juntar el mango. El clima es festivo, se viene a celebrar, a compartir, a disfrutar. Con los cuerpos bañados en sudor y glitter, suenan unos reggaetones y la joda empieza temprano.
La feria se armó a primera hora con todo el merchandising abortero: pañuelos, vinchas, llaveros, medias y, por supuesto, tapabocas, porque las luchas se adaptan al contexto y nada las detiene, ni siquiera una pandemia mundial.
Va cayendo la tarde, se arma un picadito en la esquina de Callao y Mitre. Verdes vs. celestes, les pibis patean y ríen porque no se trata de ganar o siquiera saber jugar, se trata de compartir y animarse. La pelota no se mancha y el feminismo se metió en las canchas para democratizar el fulbito y hacer girar la pelota a quienes quieran acercarse a transpirar la casaca un rato.
Las birras siguen girando, de fondo se escucha un mashup de discursos y cumbia. Algunes se sientan a seguir el debate, otres aprovechan a ponerse al día después de tanto tiempo sin encontrarnos en las calles. Todo es muy diferente a esa primera vigilia de 2018, pero la firmeza en la lucha está intacta y las ilusiones siguen en pie.
El humo de las parrillas invaden las calles abriendo el apetito para una noche que promete ser larga. «Dicen que a las 2 a. m. se vota», «Yo vi en Twitter que a las 6 a. m.», «¿Qué dijo Massa?». Las ansias no se aguantan, hay que distraerse. Por suerte toca Sudor Marika en la otra esquina y la marea verde se predispone a menear hasta abajo.
«¡Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer!», cantan les marikas desde el escenario. Abajo se agita y se perrea en medio del sudor popular que, caída la noche, no piensa bajar la temperatura. La revolución feminista es bailando o no es.
La madrugada se hace eterna, todavía faltan 60 oradores. Los puchos se consumen y comparten, la manija es incontenible. En algunos lugares sigue la joda aunque con los cuerpos ya cansados; el día fue intenso, el calor no afloja. Muches se sientan en el asfalto a descansar, otres se acuestan a intentar dormir. La calle es nuestra parada y de acá no nos saca nadie.
Falta menos, son incontables las veces en que el presidente de la Cámara pidió ser breve con los discursos. Nosotres seguimos ahí, el sueño vence y algunos ojos empiezan a cerrarse, pero no por mucho tiempo. «A las 5 a. m. se vota», todes arriba. Falsa alarma, faltan los discursos de cierre. Seguimos esperando.
Amanece en Buenos Aires y la marea verde trata de despabilarse, entre tambores y mates individuales, al mejor estilo uruguayo. El cielo amenaza con llover pero solo caen unas tímidas gotas que, después del diluvio de agosto de 2018, no logran intimidar a nadie. Nada nos mueve de la calle. Es una jornada histórica.
Con el maquillaje corrido y los pelos revueltos empiezan a acercarse a las pantallas para escuchar los últimos discursos. Los nervios atraviesan los ojos vidriosos que asoman por encima de los tapabocas. Ya falta menos, se despiertan les dormides del suelo, se preparan los celulares para grabar el momento histórico de la votación.
Por fin llega el motivo que nos reúne a miles un viernes atípico a las 7 a. m. en la capital porteña: se va a votar. Los abrazos son intensos, los ojos se aprietan, el corazón palpita, la respiración se altera. Años de lucha cristalizados en un instante: se va a decidir por nuestros cuerpos, nuestros deseos, nuestras vidas.
Termina la votación, se leen los resultados, el tiempo se detiene. «131 a favor, 117 en contra, 6 abstenciones»: tenemos media sanción. Estalla el Congreso y sus alrededores, las gargantas se desgarran en un grito colectivo. Les amigues se abrazan, una mamá llora en los brazos de su hija, les compañeres tocan los tambores con la fuerza que renace de las entrañas, se agitan los pañuelos—nuestro símbolo de lucha.
«¡Aborto legal en el hospital! ¡Aborto legal en cualquier lugar!», se corea a viva voz mientras las lágrimas desbordan los ojos. Se llora por las muertes por abortos clandestinos, por las niñas obligadas a gestar, por las presas de la justicia patriarcal, por les discriminades y maltratades por prejuicios machistas, por las compañeras que acompañaron abortos en pandemia, por las Socorristas que resistieron los años de macrismo, por las redes feministas que salvan vidas, por les que no habían sido nombrades hasta hoy. Se llora porque estamos un paso más cerca de ser un país más justo y equitativo.
La emoción es colectiva, luchar sirve. Es inevitable pensar en las pioneras y sus años de lucha, en las marchas, los Encuentros Plurinacionales, las tardes en las plazas exigiendo la libertad de Belén, los debates en las casas, en las escuelas, en los espacios de militancia. Inevitable no ser parte de este movimiento político que vino a cambiarlo todo. Luchar sirve.
La jornada fue intensa, los cuerpos lo revelan, ¿para cuándo, Senadores? Nadie quiere irse, se sigue cantando y agitando tambores y pañuelos. Queremos ley. A seguir luchando que todavía queda otra instancia, tal vez, la más compleja. Ahí estaremos porque esta marea verde no descansa. Será ley.
Imagen de portada: @_anonimeh (fotógrafe)
Debe estar conectado para enviar un comentario.