Abusos, asesinato, conspiración, ocultamiento. El clero, la policía y el Estado son responsables. Miedos, mentiras, corrupción. Todo esto ocurrió en Baltimore en los años 60. La serie documental que intenta desenmarañar un crimen sin resolver.
Atención: esta nota contiene spoilers. Aun así, la importancia real de este documental no reside en el desarrollo de la trama, puesto que en el primer capítulo ya se brinda la información completa de lo que sucedió en los años 60 en Baltimore. Lo impactante es la serie misma, su organización, su narración y su estética.
The Keepers empieza narrando un crimen cometido en 1969. Cathy Cesnik, una monja estadounidense que impartía clases en un colegio femenino de Baltimore, había sido asesinada a la corta edad de veintiséis años. Sus antiguas alumnas, quienes hoy tienen más de 60 años, la recuerdan con mucho cariño, describiéndola como una mujer entusiasta, trabajadora, humilde y atenta; una persona a la que podían acudir en busca de apoyo y consuelo. La única monja que supo empatizar con sus alumnas.
La hermana Cathy había desaparecido una noche en circunstancias misteriosas, cuando volvía de comprar un regalo para su hermana quien estaba a punto de casarse. Su automóvil había quedado mal estacionado frente a la casa de la monja, pero ella nunca más regresó a su casa. Dos meses más tarde, su cadáver fue hallado en un bosque cercano.
El crimen, oficialmente, quedó sin resolver. En aquellos años, la policía manejó la hipótesis de que tanto la monja como otra mujer de la zona habían muerto a manos de un “lobo solitario”, algún psicópata sexual que estaba de paso por la zona, ya que ambas eran guapas y jovenes.
Esta serie documental cuenta con siete episodios dirigidos por Ryan White, quien ha dedicado su carrera a este tipo de proyectos de investigación, y está bajo el listado de las producciones de Netflix, plataforma que ya ha producido más de una docena de programas en ese formato. Además, ha sido nominada para el premio Emmy al mejor documental. No contiene imágenes fuertes, amarillistas, ni golpes bajos: es un documental que moviliza una gama muy amplia de sentimientos por el impacto que genera cada palabra testimonial de sus protagonistas.
La historia es de verdad escalofriante, no recomendable para interiorizarse antes de dormir puesto que invita a la reflexión sobre las mayores miserias humanas que pueden manifestarse: el abuso sexual a menores de edad, la consecuente manipulación psicológica y emocional para hacerlos callar, y el asesinato de una persona. Luego de 40 años, dos alumnas comienzan a recordar momentos oscuros de su niñez y deciden investigar estos sucesos. Todo comienza con el recuerdo de aquella tierna monja que un día no volvió a darles clases: empiezan a buscar datos de su muerte en periódicos antiguos y otros archivos, y luego crean una página de Facebook mediante la cual piden colaboración ciudadana sobre el caso.
Cathy Cesnik daba clases en una prestigiosa escuela católica, el Instituto Arzobispo Keough, al que acudían chicas adolescentes de familias bien posicionadas económicamente. En Baltimore abunda la población católica, sobre todo de origen centroeuropeo, y la Iglesia católica tiene una influencia muy grande en todos los niveles de la sociedad, mayor que en otros lugares de Estados Unidos, donde imperan las comunidades protestantes.
El cuerpo de Cesnik fue encontrado dos meses después de su desaparición. Tenía un agujero en la parte posterior del cráneo y, de acuerdo con la autopsia realizada, fue el resultado de un trauma tras un golpe contundente. Este suceso es la punta de un iceberg de proporciones enormes y desagradables.
Innumerables alumnos del Keough habían sido víctimas de abusos sexuales por parte del padre Neil Magnus y el padre Joseph Maskell, sacerdotes del instituto, ambos muertos hace algunos años sin haber sido juzgados como corresponde en este mundo terrenal. Así las cosas, gracias a la Iglesia católica, a la Justicia, y a la Policía de Baltimore, quienes ocultaron los hechos en lugar de encarcelar a los culpables.
Cabe destacar que el asesinato de Cesnik se produjo justo después de que la joven monja amenazara con sacar a la luz las atrocidades perpetradas por la Institución eclesiástica, que implican no sólo el abuso sexual, sino un acto de manipulación que nada tiene de improvisado: generar un sentimiento de culpa en las víctimas, hacer que sientan que todo lo que les pasa es porque se lo merecen, porque tienen al “diablo” en el cuerpo, y que ellos tienen un pene “mágico” con poderes de exorcismo. Todas las acciones perfectamente medidas, estudiadas; curas con conocimientos en psicología. Nada estuvo librado al azar.
El padre Maskell tenía un hermano policía y era amigo de las autoridades locales. Estos curas no fueron los únicos implicados en los abusos: hubo policías que también acudían al despacho de la secundaria de Keough para violar a las alumnas. Parte de la metodología para el horror consistía en hacer creer a las víctimas que quizás, algún día, podrían ser perdonadas por sus pecados. Se trataba de niños a quienes se les enseñaba una religión, un necesario temor a Dios, la culpa y por último, el silencio. Esta ha sido la fórmula casi perfecta para las atrocidades.
La actitud de la archidiócesis local sobre el asunto, tras recibir decenas de denuncias, fue de negación, encubrimiento. Claro, ¿acaso podemos esperar que la Iglesia se arrepienta de sus pecados? Una maquinaria que llegó equipada a América en el siglo XV para imponer su evangelio derramando sangre a cada paso. Es insostenible la idea de que las autoridades policiales, eclesiásticas y judiciales son independientes: estamos hablando de la tríada patriarcal por excelencia, se sostienen mutuamente. Lo que hacen es evitar el efecto dominó.
Fuerza, esperanza, justicia. Esto es lo que representan las exalumnas de Keough. Un grupo de mujeres que tuvieron que sumergirse primero en la desesperación, intentar borrar las huellas de una infancia oscura, deconstruir supuestos, para volver a construirse, repararse, comprenderse, valorarse y decidir echar un poco de luz donde un homicidio quedó sin respuestas a casi 50 años del hecho.
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