Los hechos serán conocidos por la mayoría de los lectores. Transcurrieron en La Plata, en el año 1992. Ricardo Barreda, que en ese entonces tenía 56 años de edad, asesinó de una sucesión de escopetazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas en la casa donde convivía con ellas. Antes, una supuesta discusión entre él y su esposa. Después, un poco de desorden en la escena, una huida, una visita al zoológico, al cementerio, a la pizzería y finalmente al telo con una amante.
Barreda regresó a la medianoche a la vivienda y activó el sistema de emergencias. Los restos de Adriana, Cecilia, Gladys y Elena seguían allí. Dijo que había sido un robo, por eso el desorden. No le creyeron. Lo hicieron confesar en la sede policial. Tres años más tarde, relató los hechos en un juicio, con elegante vocabulario y notoria tranquilidad. Lo condenaron a prisión perpetua y pasó 18 años en la cárcel de Gorina.
Barreda en el supuesto de sabiduría popular
Durante los años 2000 y en los primeros 15 años posteriores al crimen, era frecuente escuchar la historia de «Conchita». Un hombre que vivía rodeado de mujeres, que lo habían bautizado así y que «lo explotaban a diario» para el cumplimiento de las tareas domésticas. «Conchita» era una especie de tumor, de fracaso humillante e insoportable que le ocurría a diario a Ricardo Barreda hasta que un día, sencillamente, no aguantó más. Escopeta en mano, hizo «justicia y honor» a todos los chistes de suegras que en ese entonces eran moneda corriente.
La «sabiduría popular» rápidamente lo convirtió en «héroe». Exponentes de la cumbia y el rock nacional le compusieron canciones reivindicándolo. Entre los comentarios de sobremesa, llegó a construirse incluso la figura de «San Barreda», el santo de los hombres agobiados y unidos en matrimonio a mujeres excesivamente demandantes. «San Barreda» aparece en su estampita con una aureola sobre la cabeza, una escopeta en una mano y una tijera en la otra. Algunos de los rezos dirigidos a su figura aún se encuentran en Internet.
«Como todos sabemos, la principal causa de muerte entre los hombres casados es la hinchazón testicular. Por eso, cuando un domingo por la tarde intentamos ver el partido y nuestra mujer nos ronda cual mosca veraniega, lanzando frases como “la lamparita del pasillo no se cambia sola”, podemos salvar nuestra vida si, frotando la estampa del Santo en la zona del bajo vientre, invocamos: ¡San Barreda, yo te froto, que me resista el escroto!».
Mediante una lectura rápida de los rezos se advierte fácilmente en dónde radica el conflicto: el absoluto —y exagerado— rechazo a compartir las tareas de cuidado del hogar. Según el imaginario discursivo de Barreda, este no solo es asunto de quienes no tienen pene desde una lógica patriarcal y cissexista, sino que además es asunto de quienes poseen una genitalidad a pequeña escala, degradada, impotente. Desde esta lógica, lo pequeño muy pocas veces es bueno y mucho menos si tiene que ver con lo genital.
«Conchita» era entonces la genitalidad en decadencia de Ricardo Barreda, eclosionada en un aparente pase de magia al momento de tomar un plumero y barrer las telarañas de la puerta de entrada. La «sabiduría popular» supo captar al detalle y terminó de otorgarle carácter de agravio. Maltratadoras eran las cuatro mujeres asesinadas por nombrar «Conchita» al otrora macho. Dicha idea se mantuvo intacta durante años, sin que demasiadas voces se animaran a señalar lo que hoy parece una obviedad: nunca escuchamos la versión de estas mujeres. No podemos, no les pudimos preguntar.
Barreda en los medios de comunicación: Su vida, después
«Barreda era más que un picaflor», dice un periodista de policiales de un reconocido multimedio argentino: «A Barreda se le iban las manos. Tocaba a las mujeres, quería ir a la cama todo el tiempo, pasaba por atrás de una mujer y le tocaba la cola». El fragmento se emite un sábado de agosto del año 2019. El periodista continúa diciendo que como la mujer era «bien y normal» (sic), se dedicaba a explicarle que no daba, que tenía que moderarse, que no era posible «ir a la cama» todo el tiempo.
El periodista manifiesta que este asunto erosionó rápidamente los vínculos intrafamiliares. Que las mujeres hacían su vida y Barreda la de él. Que en esa vida, Barreda imaginaba mundos en los que era violentado, destratado por ellas. Que al mismo tiempo (vaya paradoja temporo espacial) ninguno de esos mundos se cruzaba jamás con el mundo real de ellas. Hasta este punto, el relato inquieta.
Cuatro años después de la primera marcha de Ni Una Menos, hay un periodista sentado ante una cámara naturalizando los esquemas de conducta de un acosador sexual. Lo que es peor: construyendo imágenes de una irrealidad absoluta en torno a los esquemas de conducta de las cuatro mujeres.
Difícil es imaginar a Gladys Mcdonald, quien era su mujer, explicando con paciencia y amor (y un cierto maternaje) aquello que para Barreda tendría que ser claro y evidente. Difícil es imaginarla aconsejándole moderación. Infantilizar a un acosador, considerarlo alguien que debe ser reeducado e instruido sobre cómo comportarse, es sembrar terreno fértil para la continuidad de sus acosos. Depositar, además, la responsabilidad de instruirlo en una de sus víctimas es llevar la violencia a su enésima potencia.
Es altamente improbable que los vínculos intrafamiliares se hayan visto erosionados producto de que Barreda fuera un «picaflor». El picaflor es un pájaro generalmente admirado por su belleza y su pericia milimétrica para mantenerse en vuelo y sorber el néctar. Barreda no sorbía el néctar de ninguna flor. Era un acosador y un femicida.
Los vínculos al interior de una familia pueden afectarse por diversos motivos pero el acoso sexual no es uno de ellos. En torno a un acosador no hay una familia hastiada o desunida. En torno a un acosador hay víctimas. Los que imaginamos mundos somos los escritores y los teatristas. Barreda no era teatrista, ni escribía. Sus mundos se cruzaban todo el tiempo con el mundo de sus víctimas.
En 2008, Barreda conoció a Berta, una mujer que solía visitar a los presos del penal donde él se alojaba. Iniciaron una relación y, años más tarde, ella se convirtió en su garante de arresto domiciliario. Se fueron a vivir juntos a la casa de ella, en Belgrano.
La prensa tomó registro del modo en que Barreda la violentaba psicológica, simbólica y verbalmente. En archivo, hay diálogos completos en que él la llama «chochán» y dice que es mejor que no coma, porque «si come, fenece»; en donde tiene por costumbre interrumpirla cuando habla, para restarle valor a sus dichos, para informarle que le gustan «las pibas de veinticuatro» y para burlarse de la cicatriz en el cuello de una de sus amigas.
En 2014, la Justicia argentina a través de la figura del juez platense Rubén Dalto despertó finalmente a la idea de que Berta estaba en peligro. Retiró a Barreda de la casa y lo devolvió a la cárcel. Quien escribe recuerda que el momento preciso fue transmitido en vivo por radio y televisión y hubo periodistas acercándole el micrófono a una Berta abrumada, dolida, asustada, que apenas podía hablar. Berta falleció al año siguiente. Barreda se enteró por la tele.
En 2016, se dio por cumplida su condena y retornó al afuera. Considerado heredero indigno de la casa donde cometió el cuádruple femicidio, no tenía a donde ir. Paró un tiempo en lo de un amigo y, después, apareció en un hospital en la zona norte del conurbano bonaerense. Allí vivió casi un año, hasta que fue expulsado en medio de acusaciones de maltrato y amenazas a dos enfermeras.
Después, alquiló una pieza en una pensión en San Martín. Vivió allí hasta que nuevas complicaciones con su estado de salud lo hicieron volver a internarse, esta vez en el Hospital Eva Perón. Luego, pasó a un geriátrico de PAMI en José León Suárez. Murió allí, el pasado lunes 25 de mayo, de causas naturales. Él sí, a diferencia de sus víctimas, tuvo esa posibilidad.
Que Ricardo Barreda sea un nombre recordado como el de un femicida, militante del desprecio a las mujeres. Como el nombre de un ocupa que, a exclusiva fuerza de desprecio, tomaba el espacio que le correspondía a las mujeres de su entorno. No sabemos qué pensaban, ni qué sentían Gladys, Elena, Adriana y Cecilia. Muy poco sabemos sobre qué pensaba y qué sentía Berta. Apenas sabemos aquello que pudimos inferir o reconstruir en la medida que Barreda hizo silencio y nos permitió hacerlo.
Sobre todo y de forma urgente, deje su nombre un interrogante abierto sobre aquellos que lo hicieron estampita, canción, y le rezaron en la intentona de eludir responsabilidades de cuidado y socioafectivas, y de configurarse como víctimas en un orden social donde conservan intacto, la mayoría de las veces, la mayor parte del poder.