El sábado 18 de marzo a las 13 hs, en un mediodía soleado como cualquier otro, la ciudad de Sierra de la Ventana se revolucionó. Los principales medios del sur de Buenos Aires habían publicado en sus redes sociales y páginas la desaparición de una nena de 9 años, un metro diez de altura, cabello castaño claro hasta la mitad de la espalda y ojos marrones. La describían con una campera rosada fina e impermeable, una visera blanca con el estampado de una margarita amarilla sobre la frente, jeans oscuros y zapatillas de cuerina blancas.
En cuestión de segundos, las publicaciones se llenaron de comentarios, algunos furiosos, otros preocupados. En letras mayúsculas, un hombre sentenciaba: «ESO PASA PORQUE VIENEN DOS MINAS DE JODA Y NI SIQUIERA CUIDAN A SUS CRIOS!!! VAYAN A JODER A OTRO LADO». Una mujer, más sensibilizada, añadía: «Este pueblo es tranquilo, el quilombo es cuando vienen de otros lados. Por favor, tengamos mil ojos, esa nena tiene que aparecer!». Algunos usuarios aseguraban haberla visto caminar por tal esquina, otros que la habían visto jugando en alguna plaza, los más fatalistas agregaron que la vieron pasar de la mano de un hombre adulto. Se desplegó un operativo policial insólito en la zona y la noticia llegó a las grandes cadenas nacionales.
La nena apareció a las 16 hs, sana, salva y un poco compungida, sentada a algunos metros del pie de la sierra principal, con la vista fija en la cima donde se abría su ojo vigía.
Lunes, 21 hs.
Llegó a su casa. Colgó la campera en la única silla de la cocina y prendió la televisión. Después, un cigarrillo. Antes de dar la última pitada, rompió en llanto frente a las risas aparatosas de la conductora del programa de refritos de noticias de medianoche. Pensó en lo complicado que debería ser trabajar a la una de la madrugada, completamente sola, parada frente una cortina verde, luces acuciantes, la cámara erguida y mirándola muy fijo. Pensó que era la definición más acabada de la soledad que se le hubiera podido ocurrir en el día. Cuando se cansó de sonarse la nariz, cayó dormida en el sillón.
Apareció bailando en medio de una fiesta descomunal. En un predio al aire libre, rodeado de piletones artificiales que simulaban lagos, se dispersaban cientos de personas. Todas parecían sentirse plenas en ese lugar; celebraban algo, pero nadie sabía qué. En el horizonte se levantaba una fina hilera de árboles y el sol se acercaba lentamente a su puesta de la tarde, llenando el cielo de un color rosado fosforescente. Un grupo de mujeres vestidas de blanco se le acercaron al tiempo que comenzó a sonar una melodía hermosa. Nunca antes la había escuchado, pero supo que era su canción favorita. Bailó con las mujeres de blanco, se tomaron todas de la mano y rieron a carcajadas. Por un instante, pensó que no le importaría morir ahí.
La canción terminó y se separó del grupo para dirigirse hacia uno de los piletones. Al tercer paso que dio, sintió una puntada en el anteúltimo dedo pequeño del pie derecho. Se agachó y notó que estaba en carne viva, toda la piel de la superficie del dedo se había levantado y la carne latía de dolor. Se acercó más y notó un cúmulo de pequeños huevecillos blancos amontonados. Le dio asco y los quitó con el dedo índice de la mano, hurgando en la herida. La gente alrededor seguía bailando.
Al instante, mientras analizaba la herida al desnudo, se posó una mosca milimétrica y descargó, en cuestión de segundos, una nueva camada de huevos. Volvió a quitarlos. Pero otra mosca voló hacia el pie y, antes de que pudiera matarla, ya había instalado más crías. La acción se repitió unas cuatro veces, y cada mosca que venía se las arreglaba para segregar su colonia cada vez más adentro del dedo, como intentando conquistar el pie y penetrar en la carne.
Se despertó asustada y con ganas de vomitar. Constató que seguía en el sillón y que nada a su alrededor había cambiado. Por la ventana se colaba la luz mortecina de la mañana y en la televisión un hombre daba indicaciones sobre el clima.
Martes, 11 hs.
—¿Qué es una fosa común, tía?
—Un agujero en la tierra donde se entierran varios cadáveres.
Asintió con la cabeza y dejó las pupilas en punto muerto frente a la ventana de la cocina, como si la hubieran anoticiado de un horror que imaginaba pero hubiera preferido no constatar. En letras blancas sobre azul eléctrico, en la pantalla de mi computadora portátil se leía: “Más de 250 cuerpos en una fosa común en México”. Ella estaba sentada a mi derecha en la mesa rectangular de la cocina, pero no me había percatado de que intentaba leer las noticias conmigo. Me hubiera gustado decirle que Fosa Común era el nombre de un parque de diversiones mexicano. O que, sí, era un pozo, pero no para apilar cuerpos masacrados. Hubiera querido que no tuviera que conocer nunca los niveles de violencia y sangre de los que somos capaces. Pero si no lo había averiguado ya por otras vías, tarde o temprano iba a tener que verlo de frente. Sentí que su cara era más de miedo que de otra cosa, como si los cráneos deshechos de esas fosas pudieran haber pertenecido a cualquiera de nosotros o que podría ser el suyo; que, encima, desde hacía un tiempito había abrazado el sueño de convertirse en una «periodista justiciera». Romina le compró una novela de policiales de no-sé-qué, que tiene como protagonista a una periodista que usa lentes e investiga crímenes. Raro, ¿no? Los investigadores suelen ser los Sherlock Holmes, con algún que otro Watson de ladero, pero nunca mujeres. Bah, no sé, por ahí yo leí pocos policiales. Pero generalmente las mujeres son más atractivas en el rol de víctima, a veces también de asesina traicionera. Lo leyó y estaba como loca, decía que quería ser periodista y acabar con los asesinatos en el mundo.
Bueno, la cosa es que le contesté lo de la fosa igual, a pesar de sospechar su reacción, porque a una nena de nueve años no se le miente. Menos a ésta, que siente una avidez tremenda por conocer todo lo que pasa allá afuera, aunque no pueda pronunciar bien la “r”, aunque tenga las manitos tan chiquititas que no puede agarrar ni cinco galletitas juntas.
—¿Y eso pasa acá?
—Pasó. En otro momento de nuestra historia. ¿En la escuela te hablaron de la dictadura militar?
—Sí.
—Ahora no va a pasar.
Quise consolarla, pero bueno. Un poco flaco mi intento. Y, qué sé yo, no tengo las certezas necesarias para tranquilizarla. Lo cierto es que esto también me intranquiliza a mí. Por esa razón no tengo hijos, no podría darles demasiadas esperanzas ni seguridades.
—¿Mamá cuándo llega?
—Me dijo que hoy termina de trabajar a las cuatro de la tarde. Falta. ¿Querés más leche?
Ladeó la cabeza con las pupilas fijas en mis ojos y los labios apretados. Se quedó mirándome un rato, como reprochándome: “¿Y? ¿Qué hacemos con esto? ¿Matan gente y la juntan en pozos y a vos te preocupa la leche?”. Por ahí no pensaba en eso, por ahí se quedó colgada y yo no hacía más que proyectar mis sentimientos de fracaso en sus pupilas gigantes, pero no pude responderle nada. Le devolví la mirada nomás.
—Me voy a jugar a la pieza —agarró una galletita más, se bajó de la silla y desapareció a través del marco de la puerta que conectaba la cocina con la sala de estar.
Qué lindo debe ser tener nueve años un martes a la mañana sin escuela. Lástima lo de la fosa.
Miércoles, 18 hs.
Llegó a su casa en la tarde, después de cuidar a su sobrina y hacer algunas compras en el centro. Era su segunda semana como desempleada. Había disfrutado mucho entrar en la oficina de la jefa, sentarse del otro lado del escritorio y decirle en la cara: “Hola, renuncio”. La vio armar una pantomima de sufrimiento, “Pero, ¿por qué tomaste una decisión tan drástica, nena?”, cuando ella misma se había encargado de hacer de su paso por la empresa un infierno. Hacer circular rumores sobre su promiscuidad con compañeros de oficina, castigarla con pilas de laburo innecesario por salir a la vereda a fumarse un pucho, retarla frente a todos cuando se equivocaba, eran cosas de todos los días. Sabía que la odiaba desde adentro, que existía un rencor del cual ella no era necesariamente responsable pero que, de alguna forma, lo encarnaba frente a su jefa.
Más disfrutó volver a su sector, agarrar la cartera e invitar a sus compañeros a irse todos juntos a la mierda. Lo lamentó por Susana, la de limpieza, ella siempre había sido muy simpática. También por Luquitas, el desclasado, un fumón irremediable que se acercaba a hablarle de bandas de rock cuando estaba deprimida. Pero consideró que el resto lo tenía bastante merecido, sobre todo el forro de Javier. Le mandaba mensajes los viernes en la medianoche diciéndole lo linda que había estado en la oficina. Los sábados, en cambio, le hablaba borracho para preguntarle si iba a salir a algún lugar. El tipo era lo suficientemente perseverante como para pasar a ser una carga y no tomar en consideración sus negativas. Peor era enterarse de que alimentaba el rumor de que se había acostado con él o, al menos, no lo negaba. En todo caso, ante la pregunta insistente de otros compañeros, esbozaba una media sonrisa cómplice y se quedaba en silencio. Ella sabía que era como su trofeo, o si no, como uno de esos juguetitos que les compran a los gatos para que descarguen sus instintos de cazadores furtivos; el animal sabe que no está cazando en serio: sólo necesita depositar esas pulsiones en algún objeto.
Había pensado en denunciarlo, pero descartó la idea al pensar que nunca le había puesto un dedo encima. Además, ¿con quién? Javier era el responsable de otro sector, amigo de toda la vida de la jefa. Imposible. Entre esos dos, de a poquito, le habían ido corroyendo la entereza. Hasta que los mandó a la mierda.
Sin embargo, toda su planificación de vida se había ido a la mierda con ellos. En la calle había poco laburo y tenía un alquiler y una gata exigente que mantener. Odió un poco el haber sido tan impulsiva, hasta que se acordó del día en que volvió a su casa con ganas de vomitar.
Dos semanas atrás, se había puesto una calza y una remera larga para ir a trabajar. Fue hasta la empresa en la bicicleta de un amigo, que la había dejado en su departamento el fin de semana anterior. Era de hombre y tenía el caño muy alto, por lo cual, al bajarse hizo un movimiento exagerado con la pierna derecha. En eso, la calza se rompió en la zona de la entrepierna – ya estaba bastante vieja y percudida, además. Intentó estirar la remera más allá de los límites de la tela y encaró para su oficina. Procuró mantener las piernas muy cerradas durante toda la mañana: no era adecuado mostrar las partes pudorosas ni ir con ropa rota al trabajo.
Faltaban cinco minutos para las cinco, cinco minutos para que acabara la jornada, y como nadie había hecho comentarios sobre el agujero, se creyó impune; pero ahí fue Javier y la interceptó mientras esperaba al ascensor para irse. Ya no quedaba casi nadie en el edificio, eran pocos los que cubrían el turno tarde. El pasillo vacío, Javier, una humedad que dejaba la piel pegajosa y el ascensor que no venía más. Se paró a su derecha, de frente a la puerta metálica, y el contador electrónico de pisos cambiaba de número muy lentamente. Ella evitó mirarlo de frente. Acercándose a su oreja, cual íntimo, Javier le dijo: “Hoy vi el quilombito que hiciste para bajar de la bici. Lástima que el agujero no se abrió un poco más”. Llegó el ascensor y el hombre se subió. Ella pegó media vuelta y bajó por las escaleras. Tuvo que conducir la bicicleta con una angustia en el pecho que no entendía bien de dónde venía, pero que seguro estaba relacionada a la impotencia.
Menos mal que había renunciado: el desempleo le parecía menos asqueroso que Javier. Esa noche no se quedó dormida en el sillón. Comió, lavó los platos y cosió el agujero de su calza. En la madrugada, volvió a soñar con la fiesta, las mujeres de blanco y las moscas metiéndose por la herida del pie.
Viernes, 18.30 hs.
Tenía que pasar por la carnicería, la puta madre, cómo me fui a olvidar, qué mina estúpida, ahora voy a tener que comprar las milanesas en la de la vuelta, al lado del chino, pero son tan feas esas, son puro pan, puro pan. Bueno, ya fue, ya estoy en la puerta del departamento, no puedo hacer mucho más, los sanguchitos para el viaje hay que hacerlos igual, espero que Rocío ya haya hecho bañar a Paula, son una más vueltera que la otra, pareciera que son dos nenas a veces, tengo dos hijas, una de nueve y otra de veinticinco, la puta madre. A ver, lista mental de cosas que hacer en los próximos quince minutos: entrar, saludar, chequear que Pau haya armado bien su bolso, chequear el mío, fijarme que no quede nada que se vaya a pudrir en la heladera, lavarme los dientes que hoy en el trabajo no pude parar ni para eso. Ay, pero ya guardé el cepillo y el dentífrico en el bolso, qué forra. Bueno, lo saco y me los lavo. Voy a guardar los pasajes en el bolsito personal y…
—Hola, boluda.
—¿Ya se bañó Paula?
—¿Qué hacías atrás de la puerta que no la abrías?
—¿Cómo te diste cuenta de que estaba atrás de la puerta?
—Estaba escuchando el ruidito de tus llaves hace como diez minutos. Insoportable.
—¿Se bañó Paula o no?
—Está en eso —ahí escucho el grifo de la ducha abierto, mirá si yo le dije cinco veces que ya la tuviera lista…
—Pero boluda, te dije que ya tenía que estar lista para cuando yo llegara.
—Romina, no me rompas las bolas. Faltan como tres horas para que salga ese bondi.
—Pero para que estén listas ustedes dos, faltan como cinco.
—Si vas a estar así de infumable todo el fin de semana, no viajo a ningún lugar con vos. Me la llevo a Paula y a vos te dejamos en la terminal.
—Si me dejás en la terminal, no van a tener los sanguchitos de milanesa.
—Uh, cierto. Pasame las milanesas que arranco a fritarlas así armamos los sánguches.
—No, me olvidé de comprarlas en la carnicería de la parada del colectivo. Se me pasó. Ahora voy a comprar acá a la vuelta.
—Las feas esas que son más pan que carne.
—Y bueno, Rocío, no hay muchas más opciones, ¿o sí?
—Eh, bajá un cambio. No lo dije para bardearte, boluda. Me dan gracia esas milanesas, nada más. ¿No querés que vaya a comprarlas yo?
—No, dejá. Voy yo. Hago unas boludeces acá y salgo. Ocupate de que Paula esté lista para salir en una hora, como mucho.
—Como quieras.
*
Bien, ya completé toda la lista que pensé en la puerta, y en quince minutos exactos, qué bien. Paula no salió del baño todavía, no entiendo qué hace esta nena en la ducha.
—¡Dale, hija, metele pila a ese baño, por favor! —me llega la vocecita de Paula filtrada por el agua y el vapor: “¡Ay, ya va, mamá!”. Se enoja encima. Siempre, siempre igual. Rocío no me dirige la palabra desde que entré, ¿qué está haciendo? Debe estar en la cocina, a ver… No, acá no está. Ah, en el living.
—¿Qué estás haciendo?
—Estaba leyendo un libro que me compré hoy. Pasamos por la librería cuando fui a buscar a Pau a la casa de tu vieja.
—¿Desde cuándo comprás libros?
—¿Está mal? Tu piba vive metida adentro de estas cosas.
—No, tonta —me hace reír que esté siempre tan a la defensiva—. Me llama la atención, sé que te gusta leer, pero hace rato que no te veía con un libro.
—Sí, ahora los clasificados son mi lectura favorita. Puta vida. No, no venía leyendo porque laburaba como diez horas, no me daban muchas ganas que digamos. Imaginaba que la vida empezaba y terminaba en esa oficina del orto.
—Oficina del orto que te pagaba el alquiler y la comida y la ropa…
—Romina, ¿otra vez con esa mierda? Ya te lo dije: me enfermaba la cabeza ese lugar. El hecho de que vos te banques un laburo de mierda, no significa que yo también esté obligada a hacerlo. No pienso volver a discutir esta huevada. Peor que mi vieja sos —me corre la mirada y camina para el lado contrario de la habitación cada vez que se enoja feo. Siempre creí que era un método de autocontrol, como que si me mira un rato más, me salta encima y me arranca los pelos.
—Rocío, a ver. No soy tu vieja y no soy nadie de tu familia, al menos no de sangre. Ya sabemos que a ellos no les interesa mucho lo que te pasa y que no son capaces de mandarte un mensaje para preguntarte si estás viva, pero yo te digo esto para que caigas, porque somos amigas hace más de diez años y me preocu—
—No me vengas con esa mierda de que me lo decís porque te preocupa lo que me pasa. Preocuparte por lo que me pasa es no decirme cosas que me duelen también. O preguntarme un poco más cómo siento, en vez de venir con los humos re subidos todos los días y calentarte por cualquier cosa. Paula también te agradecería que bajes un cambio —tiene razón. No está bueno quedarse sin argumentos en medio de una discusión, pero es cierto. Ya venía pensando lo mismo el otro día. Me gustaría que me mire un poco a los ojos cuando me dice esas cosas, así se da cuenta de que estoy de acuerdo con ella, porque no puedo decirlo en voz alta, no sé si es orgullo o qué, pero todavía hay cosas que no puedo verbalizar.
—¿De qué es ese libro?
—¿Eh? —y sí, si después de cuestionarle la vida me hago la copada, yo también me mandaría a la mierda.
—El libro que te compraste. Sobre qué es.
—Ah. Eh, nada. Una cosa de psicoanálisis —no tiene muchas ganas de hablarme ahora, quiere castigarme con la indiferencia.
—Che, perdón. Fue una semana horrenda, con mucho laburo, costó hacer que Paula haga la tarea, encima se cumplió otro aniversario desde el día en que el padre se fue…
—Sí, ya sé. La noté más sensible. El otro día casi se pone a llorar con los doscientos muertos que encontraron en México.
—Ni veo las noticias ya, pero cuando te quedes con ella intentá que no esté muy expuesta a esas cosas, le hacen mal.
—Romi, no la pongas en una cajita de cristal. Si no prendemos la tele, de todas formas tiene internet en la computadora, amiguitos con celulares conectados, puede entrarle por cualquier lugar. Mejor que sea en la casa, en un ambiente seguro, para que pueda hacer todas las preguntas que quiera. Aunque si vos no se las respondés o le mentís, es lo mismo que nada.
—Eu, ya está. Dejá de ser tan hostil conmigo. Nos vamos de viaje este finde, milagrosamente me dieron la semana que viene de vacaciones en el laburo, vos todavía tenés algunos ahorros, es viernes, está todo re bien. Estemos de buen humor.
—Andá a comprar esas milanesas de una vez, que me voy a comer tu brazo en el viaje si no.
Me gusta cuando Rocío clausura los conflictos con chistes. En realidad, lo más lindo es cuando nos reímos al mismo tiempo. Me hace acordar a cuando iba a clases de canto a los trece años y me hacían afinar con una compañera. Cuando las dos voces se empalmaban, el sentimiento era de plenitud, como si todo estuviera donde tenía que estar; eso siento: que mi risa y la de Rocío siempre afinan juntas.
Viernes, 23.20 hs
Qué bien esto de andar por la ruta. Mi último viaje fue a San Carlos Paz, con los compañeros de secundaria, en el último año. Romi no pudo venir porque ya la tenía a Paula de tres años. Qué loco eso: las diferentes elecciones que uno va haciendo en la vida. No se puede todo. Sierra de la Ventana, eso sí que es raro. ¿Quién carajo se va de vacaciones a Sierra de la Ventana, encima a una semana del otoño? Espero que no haga mucho frío. Bah, ni chequeé el clima, traje ropa aleatoria. Esas cosas las hace Romina, la enferma de los detalles.
—Te diste cuenta de que este es el primer viaje que voy a hacer yo sola con Paula, ¿no? Es decir, sin su papá —la verdad que no, no lo había pensado. Desde que ese chabón se fue, estuvo todo tan tranquilo que automáticamente borré en mi cabeza todo lo que remitía a él.
—Claro, la última vez se habían ido a Mar del Plata. Lo único bueno de ese tipo era que tenía guita. Tremendo hotel pegaron ahí.
—Sí, la verdad que sí. Igual, no sé, algunas otras cosas buenas tenía. Digo, estuvimos juntos durante cinco años, tan malo no puede haber sido. Además, mal que mal, hoy paga una parte del alquiler, el otro día me pasó para comprarle a Pau un vestido carísimo que…
—¿Vos me estás cargando, boluda?
—No, bueno, pará. Una a veces también extraña.
—Te repito: ¿vos me estás cargando? ¿Qué mierda te pasa? Ni se te ocurra decir estas cosas delante de Paula, yo te pego.
—Bancá un toque. ¿Vos nunca extrañas a alguno de tus ex? ¿A Ramiro? Estuvieron bocha de tiempo, hasta convivieron un poco y…
—Pero, no, no, no. Mirá, tanto vos como yo tuvimos parejas de mierda. Tenemos una antología de chabones del orto, uno peor que el otro. Pero puntualmente Juan fue un sorete. Creo que no tengo que explicarte por qué, a esta altura del juego.
—Estar sola y con una hija es difícil, Rocío.
—¿Sola? Andá a cagar.
—¿Qué? ¿Ahora por qué te enojás?
—Estoy yo, que somos culo y calzón desde que cursábamos juntas en el parroquial. Tenés a tu vieja también. Y ese grupo extraño de amigas que tenés por ahí dispersas, que hacen esas reuniones de tupper y no sé qué mierda.
—No son reuniones de tupper, estúpida. Hicimos un par de Baby Showers porque varias son mamás.
—No tengo la menor idea de qué hacen, pero por las fotos de Facebook, te puedo asegurar que parecen una juntada de minas de cincuenta años.
—Bueno, disculpalas, no son tan jodonas como vos. Ellas también tuvieron que ser mamás. Y no es soplar y hacer botella esto. Además, todo bien, a vos te amo, al resto de esas personas que nombraste también, pero no es lo mismo que tener a un hombre al lado. Son amores diferentes.
—Primero, dejá de hablar como si Paula fuera una carga para vos. Segundo, seguro que son amores diferentes: nosotras no te metemos los cuernos, no te hacemos sentir una mierda y tampoco las dejamos a vos y a la nena solas —uh. Me zarpé. Los ojos le empezaron a centellear, no quería provocar esto, la puta madre, ¿por qué carajo soy tan bruta? Nunca pude manejar los llantos de Romina, una vez que arranca, no para; se desborda, pareciera una represa que se rompe.
—Eu, Romi. Esperá. No quise ser tan dura. Es que parece que no caés a veces. Pasaron cuatro años de eso, hace cuatro años que ese chabón no es más que un par de billetes que te pasa todos los meses, ni siquiera es capaz de visitar a Paula o llamarla por teléfono. No puede ser que nunca te des el espacio para reflexionar lo que pasó, cómo te manejaste, lo que sentís.
Se extendió un silencio helado entre las dos. Apretó los puños contra la campera que le cubría las piernas y permaneció con la vista baja un rato. No pude soportar la idea de no poder hacer nada al respecto, así que volteé mi mirada hacia la ventanilla – por estas razones, siempre es bueno viajar del lado de la ventanilla, el paisaje que corre da una sensación de aire libre con la que se puede escapar de cualquier situación incómoda. Paula dormía despatarrada a la izquierda de Romina, en el asiento que quedaba cruzando el pasillo. Volteé cuando ya se me había ocurrido un discurso más o menos completo para que se ponga bien de nuevo, pero ella estaba absorta mirando a Pau. Extendió el brazo izquierdo y con una delicadeza que sólo vi en sus manos, le corrió un mechón que se había caído sobre los ojos y le molestaba, porque hacía muecas entre sueños.
—¿Sabés qué? Yo no sé si la hubiera querido tener a Paula. Digo, si en ese momento me hubieran dado otras opciones —eso sí era algo que jamás hubiera imaginado escuchar de la boca de Romina. La cara se le modificó de repente, las lágrimas se le habían metido para adentro—. Sí, ya sé, te parezco un monstruo. Yo sé que no es común que tenga estos sentimientos, pero los tuve en su momento. Para empezar, cogí y no me cuidé porque Juan y yo éramos unos pendejos estúpidos, y yo pensé que, por una vez que no usáramos forro, no iba a pasar nada. Tenía miedo de que me deje también, me imagino. Pero bueno, cuando ya tenía un bebé pateándome las entrañas, no lo podía creer. Sentía que tenía un alien adentro.
—Y sí, tremenda pelota deforme era esa panza tuya.
—Pero, boluda, en serio. Yo sentía como un bicho que me estaba usurpando el cuerpo. De repente, nadie más se interesaba por mí, todos me preguntaban por lo que llevaba adentro: mi cuerpo dejó de ser mío, así, de un día para el otro. Ni respirar bien podía.
—Pero yo siempre te vi re entera y decidida, nunca te vi dudando demasiado. Siempre fuiste, no sé… La “mamá fatal”.
—Y sí, ¿qué iba a hacer, boluda? Una mamá es así, ¿o no? Aparte, cuando nació, ya no era un alien. Se fue haciendo mi Paula. Pero, como te contaba: tuve sentimientos indecibles en un primer momento. Nunca dejé de sentirme culpable por eso. De la misma forma me siento hoy cuando la tengo que dejar sola para ir a trabajar. Cuando estaba el papá, yo podía quedarme con ella. Por eso, también, te agradezco a vos que la estés cuidando ahora que tienen paro en el colegio, me hace sentir un poco mejor que estés vos con ella.
—Che, qué mambo esto. ¿Vos me estás diciendo que arrastrás todas estas cosas hace nueve años?
—Y sí.
—¿Por qué nunca lo charlamos?
—No sé. Siempre estuve más preocupada por Pau, por que crezca feliz, fuerte, qué sé yo. Siempre me pensé en segundo lugar, en ese sentido.
—Sin embargo, vos también sos una persona.
—Cuando seas mamá me vas a entender.
—¿Y si no soy mamá nunca?
—Sí, qué se yo. Puede ser. ¿No sería raro para vos, igual? Digo, ¿qué proyectás para adelante si no es eso?
—Raro es todo lo que me estás contando vos, la puta madre.
Esbozó una media sonrisa y sentí que tenía los hombros más livianos que nunca. Acababa de desembolsar un equipaje gigante y pesadísimo.
—Sí, seremos muy cercanas pero casi nunca charlamos sobre lo que nos pasa en serio… Simplemente entendemos cosas de la otra porque sí, porque jugamos de memoria. Pero somos muy buenas negando también —ahí se le completó la sonrisa y se le vieron los dientes simétricos y resplandecientes de la cantidad de veces que se los lava al día. Tenía razón en lo que decía. La faceta reflexiva de Romina podía ser muy sorprendente a veces.
—¿Sabés qué?
—No.
—Cogí con Javier.
—¿Qué? ¿El goma ese de tu oficina?
—El mismo.
—Tanto que decías que te lo querías sacar de encima…
—Y sí, es que… sí. Pero, no sé. Me mandó mensaje el miércoles y nos vimos.
—¿Y qué onda? ¿Bien… en la cama?
—Meh.
—Bueno. ¿Te divertiste con él, al menos?
—No, la verdad que no. Si es medio estúpido.
—¡Pero eso ya lo sabías! ¿Para qué lo viste? ¿Tantas ganas tenías de…?
—¿De coger? No muchas. La hubiera pasado mejor sola. Pero no sé por qué lo hice. Lo loco de todo esto es que en algún punto me hizo acordar a la secundaria.
—¿Cómo?
—¿Te acordás que a mí me cargaban con que era fácil y esas cosas? Y bueno, yo había estado con un par de pibes y todo eso… Encima me juntaba con vos, que tenías a la nena. ¡La puta y la madre adolescente! Posta que éramos la mala junta del salón —nos reímos en voz alta mientras el micro dormía. Un par de cabezas se dieron vuelta para callarnos con la mirada.
—Sí, bueno, éramos complicadas. Y nos llevábamos un montón de materias por año… Yo porque la gorda no me dejaba dormir, vos porque te hacías la rebelde; qué desastre. Decí que Pau me salió nerd.
—La verdad que sí. Bueno, cuestión que me remitió a esa época, porque algo me hizo acordar a cuando estuve con Sanguinetti.
—¿Sanguinetti? ¿Qué San..? ¡¿Sanguinetti?! —las cabezas de los pasajeros despiertos voltearon de nuevo—. ¡¿El profesor de educación física?!
—Bajá la voz, boluda.
—¡Pero vos me dijiste que era mentira!
—Es que me daba vergüenza. No esperaba que se esparciera tan rápido en todo el colegio… Al tipo lo podían echar… Me vino a pedir que dijera que era mentira y no quería dejarlo sin laburo, tenía hijos…
—¿Vos me estás hablando en serio? ¿Me mentiste todo este tiempo?
—Pero no fue algo tan importante, Romina. Fue un garche más.
—¡Un garche más! Sí que fue importante, tanto como para que me mintieras todo este tiempo.
—Dale, ¿posta me vas a hacer esta escena? No seas infantil, no puedo contarte toda mi vida, también tengo mi intimidad.
—¿Sabés cuál es el problema? La pasaste como el orto durante meses porque todos te trataban de puta, te escapabas en medio de clase al baño para llorar. ¡Decime si no fue importante para vos! Si tuviste que mentir y esconder eso durante tantos años es porque evidentemente fue importante.
—Lo que pasa es que… Sí, qué se yo… No sé. Me dio cosa.
—¿Qué cosa te dio cosa?
—Decirle que no. Yo no quería coger con él en realidad. Pero me encaró un día, no había nadie… y yo le dije que sí. Y no podía explicar por qué le había dicho que sí. Si lo admitía, me iban a exigir explicaciones y yo no las tenía.
—¿Le dijiste que sí o no le dijiste que no?
—¿Hay diferencia?
—Mucha.
—Eh… Creo que la segunda: no le dije que no. Cuando se corrió la bola, no podía pararla, se me fue de las manos. Yo misma quería olvidarme del episodio, pero la gente no me dejaba. Me daba asco ese hombre, tenía como cuarenta años, la piel arrugada, los brazos fofos… No me gustaba ni un poco. Hasta me hizo doler, fue muy bruto. Quería decirle que me dolía, pero no me dejaba hablar, me tapaba la boca para que no nos encuentren. Me sentí… En algún punto yo misma me di asco.
—Pero no entiendo por qué lo hiciste si te generaba tanto rechazo.
—Yo tampoco. Me habló, empezó a acariciarme, después me abrazó. En algún punto, creía que tenía que hacerlo, ya estaba ahí. No sé, algo me dijo que no podía irme, tenía que terminar con esa… «situación» para poder irme. No sé, nunca intenté ponerlo en palabras y no puedo explicarlo todavía.
—Una vez me dijiste que Javier también te daba asco.
—Sí. Y me lo cogí el miércoles.
—Escuchame… ¿Por qué te ponés en esos lugares? ¿Por qué seguís cogiendo con chabones así después de todo esto?
—Y qué sé yo. Quiero vivir también. Quiero hacer mis experiencias. Conseguí laburo y me mudé sola al toque de terminar la secundaria para tener lo mío, como lo tenías vos con tu familia. Me acuerdo que el primer día que pasé sola en mi departamento, pensaba: “Qué lindo es ser pibe, loco”. Porque, ¿viste mi tío Gastón, el que tiene más o menos mi edad?
—Sí.
—¿Que ahora tiene unos veintinueve años y está juntado con esa rubia platinada que te conté que habla hasta por los codos?
—Sí.
—Bueno, él se había ido de la casa de mi abuela como a los diecisiete y nadie le dijo nada. Yo siempre lo había envidiado, tenía ganas de sentir lo mismo, de estar sola y que nadie me rompiera las bolas ni me tratara de nada por coger cuando quisiera.
—Sí. El tema es que vos no querías coger todas las veces que cogiste, por lo que me contás. Suena más a que te los cogiste para… ¿sacártelos de encima?
—No. No sé. De todas formas, no sé si conozca hoy alguna mina que haya querido coger todas las veces que cogió. ¿No creés?
—Bueno, había veces que con Juan… Sí, es verdad, puede ser. No sé.
Nos quedamos calladas de nuevo, esta vez de forma definitiva. Le pedí a Romina que me pasara un sánguche de milanesa y me lo comí mientras apreciaba el aspecto de infinito que aparentaba el horizonte oscuro. Con la panza llena, intenté dormir sin soñar con moscas ni huevos blancos.
Sábado, 04 hs
Paula se despertó cerca de las cuatro de la mañana y todavía restaban dos horas para que el micro llegara a destino. Romina no había podido dormir en toda la noche, a pesar de haberse propuesto leer un libro, actividad que siempre la vencía por cansancio. Rocío, en cambio, logró conciliar un sueño profundo e imperturbable durante cuatro horas seguidas.
—Ma, buen día.
—Buen día, preciosa. Pensé que seguías dormida. ¡Te sentaste y quedaste planchada! ¿Querés ir al baño?
—No, ahora no.
—¿Querés galletitas? Si no, tengo sánguches también.
—Galletitas está bien —Romina se encorvó sobre su asiento y puso sobre su regazo el bolso grande sobre el que apoyaba sus piernas. Sacó un paquete de surtidas y observó a Paula comer con tranquilidad. Le pareció hermosa y la colmó de ternura ver cómo llenaba de migas su asiento. Pensó: “Menos mal que nadie compró el asiento a su lado, lo estaría llenando de migas también”.
—¿Te paso otra frazada, hija? Traje una más.
—No, ma, estoy bien.
—Yo sí quiero, me estoy re cagando de frío —dijo Rocío del otro lado mientras intentaba despegar sus ojos y estirar los brazos al mismo tiempo.
—Rocío, ¿qué te dije de las malas palabras delante de Paula?
—Bueno, me estoy despertando. ¿Me pasás eso?
—Dios, no vivís sin carajear vos —se quejó Romina mientras desdoblaba la frazada que acababa de sacar de su bolso azul.
—Bueno, dormí mal.
—¿Ah, sí? —preguntó Romina levantando una ceja irónica—. Te juro que no parecía.
—¡Sí, en serio! hace semanas que tengo un sueño recurrente, medio extraño. Estoy en una fiesta pasándola genial y, de repente, me empieza a doler el dedo chiquito del pie. Miro y tengo un agujero donde se corrió la piel, con la carne viva latiendo. Te juro que en el sueño siento dolor físico real, es muy vívido todo.
—Qué feo.
—Sí, estoy intentando leer algo sobre psicoanálisis por eso. El otro día enganché un video en Youtube donde una psicoanalista hablaba sobre “el agujero por donde ingresa la vulnerabilidad” en las mujeres, hablando en términos simbólicos, ¿no? —se acercó ligeramente a Romina y le susurró al oído—. Con “agujero” se refiere a la «chuchi», por lo que entiendo —la amiga se sobresaltó con el comentario y abrió los ojos grandes.
—Tía, en Sierra de la Ventana también hay un agujero, me lo contó mamá.
—Sí, Pau —respondió Rocío mientras se enderezaba en su asiento, percatándose de que no podía hablar tan abiertamente de sus pensamientos ahora que Paula estaba despierta y atenta a todo, como de costumbre.
Desayunaron las tres mientras aparecían las primeras luces del día a través de las ventanillas. Para las seis de la mañana, ya estaban en la terminal de ómnibus de Sierra de la Ventana pidiendo un remise que las llevara hasta la cabaña donde se hospedaban. El lugar estaba ubicado a unas pocas cuadras de la sierra que daba nombre al lugar, por lo que desde el patio trasero podía vislumbrarse uno de los perfiles del cíclope de tierra, pero no su icónica ventana. Paula se instaló en el jardín a pocos minutos de llegar y se quedó observando el relieve. Nunca había visto nada igual fuera de las películas. Mientras Rocío dejaba el equipaje en su pieza, vio por la ventana a la pequeña sentada en el pasto, con una campera rosada que le quedaba un poco grande y una gorra de visera blanca con una flor amarilla en el frente, y pensó que parecía un duende muy simpático. Dejó sus cosas a medio hacer sobre la cama y fue a su encuentro.
—¿Te gusta el paisaje?
—Ahí está: esa es la montaña con el agujero en la punta. Tiene como una ventanita y podés ver lo que hay del otro lado, lo vi en fotos.
—Es verdad.
—Me gusta más ese agujero que el de México —respondió Paula con un dejo de nostalgia en la voz. Rocío pensó en ese agujero lleno de personas muertas, en el agujero en la calza por donde miraba Javier, en el agujero del pie por donde las moscas le invadían la carne. Creyó que Paula tenía razón y respondió con gesto ausente.
—Sí, este es más lindo.
—Pero porque este no es un agujero nada más. Es una ventana.
—Sí, no todos los agujeros son iguales, calculo. A la vuelta, si querés, hacemos un pozo en el patio del edificio y plantamos algo. ¿Te parece?
—Ese patio es feo. No volvamos. Quedémonos acá.
—¿Vos estás loca?
—Quiero ver lo que hay del otro lado del agujero.
—Si vamos solas, nos vamos a perder. Esperá a que nos acomodemos. Mamá va a dormir un poco, yo cocino el almuerzo y después salimos a caminar por ahí. ¿Dale?
A Paula no la conformó la respuesta de su tía, entonces no contestó nada. Rocío lo pensó dos segundos, pero llegó a la misma conclusión: había que esperar a Romina. Le dio un beso en la cabeza a Paula esperando que se mitigasen sus ansias y entró a seguir con las diligencias para el resto del día.
Paula esperó, calculó las posibilidades y entró a la cabaña quince minutos más tarde. Agarró su mochila y la vació sobre una cama cucheta que le habían asignado. Sin hacer ruido sacó los últimos dos sánguches de milanesa del tupper que guardaba su mamá en el bolso azul, apoyado en el piso a un costado de la cama matrimonial donde dormía, y los metió en su mochila mientras Rocío acomodaba sus cosas en el cuarto contiguo. Cuando su tía entró al baño, salió por la puerta delantera que permanecía sin llave desde que llegaron. Partió dispuesta a descubrir qué era lo que pasaba del otro lado del agujero.
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