Hoy en día no es ninguna novedad que temas de índole científico sean sometidos a la misma clase de espectacularización y sensacionalismo que podría encarnarse en una novela de suspenso al mejor estilo Stephen King. Pero ¿de qué hablamos cuando catalogamos a una noticia de carácter científico como sensacionalista? Citemos algunos ejemplos.
En diciembre del año pasado y luego del trajín emocional que conllevó transitar 2020 en el contexto de una epidemia mundial, comenzó a circular información acerca de lo que los medios de comunicación denominaron «la nueva amenaza china», en analogía a la pandemia de la Covid-19: el norovirus. Sin embargo, posteriormente se supo que este tipo de virus no solo no era nuevo sino que mucho menos constituía una nueva amenaza.
A su vez, los posibles métodos preventivos o tratamientos para la Covid 19 tampoco quedaron exentos de publicaciones falsas. A modo de ejemplo, podemos señalar la reciente intervención de Sandra Pitta, investigadora del CONICET, quien sin ningún sustento científico sostuvo que los datos informados sobre la vacuna Sputnik V eran escasos y que la determinación de vacunar a la población no se basaba en evidencia, sino en un intento desesperado por palear la crisis del coronavirus. Hoy en día sabemos que dichos argumentos son completamente falsos.
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Un tsunami de desinformación
Entonces, si cierta información no es veraz, ¿por qué se viralizan noticias o discursos erróneos que no solo no son reales sino que alertan a la población de forma tal hasta conducirla a la psicosis colectiva?
En gran medida, porque las noticias brindadas por muchos medios de comunicación (o personas con influencia mediática que aparecen en ellos) buscan generar la mayor difusión de lo informado mediante el uso (y abuso) de una herramienta muy conocida dentro del ámbito: el sensacionalismo periodístico. Así, la información real, maquillada con tintes marcadamente subjetivos, se convierte en un discurso manipulador que busca generar algún sentimiento en le lectore.
¿Por qué se apunta a esto? Mediante el despertar de alguna emoción, se promueve el alineamiento de la información recibida con nuestras creencias personales o preconcepciones. Así, el sentimiento generado (positivo o negativo) nos hace creer que lo que leemos es veraz y no sentimos la necesidad de contrastarlo. Como consecuencia, se acepta y difunde información que, al no verificarse, pasa a ser sesgada. El sesgo, en pocas palabras y en este caso, es darle un mayor peso verídico a aquello que creemos cierto porque se alinea con nuestras preconcepciones, aunque realmente no lo sea.
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La utilización de dicha estrategia informativa no es inocente sino que responde a diversos estudios que sostienen que la información falsa o «fake news» llega a una mayor cantidad de personas que la real. Así, el 1% de las noticias falsas más difundidas llegan hasta 100.000 personas, mientras que las veraces rara vez llegan a más de 1.000 personas. Cabe destacar que este efecto toma mayor relevancia cuando los temas abordados resultan ajenos en términos técnicos a la mayoría de la población (como los científicos), donde los datos rara vez se contrastan, ya sea por falta de herramientas como de tiempo para hacerlo.
La posverdad: un mecanismo siniestro pero redituable
La verdadera amenaza la constituye el flujo continuo de información sesgada que, debido al sentimiento que nos genera, no solo la creemos real sino que además tenemos la necesidad que se conozca masivamente. Entonces, con la ayuda (y complicidad) de las redes sociales, la compartimos en forma desmedida.
Asimismo, la difusión alcanza a un círculo de personas («nuestra tribu») que sabemos va a estar de acuerdo e igualmente indignada o divertida con dicha información no contrastada. Entonces, como es de esperarse, la «tribu» (que nos incluye) compartirá dicha información distorsionada, que luego continuará replicándose y llegará cada vez a más personas.
Además, la onda desinformativa cuenta con la ayuda de les denominades «falses expertes». Este grupo corresponde a diverses científiques que, contrariamente a lo que deberían hacer, replican información sin sustento científico y alineada con sus creencias. Esto no solo constituye un error, sino que resulta en una falta de responsabilidad para con la población que les cree sin cuestionar, debido a que su discurso se encuentra respaldado por su trayectoria científica.
En gran medida, todo esto se lleva a cabo con la complicidad de los medios de comunicación y las redes sociales, quienes, sin chequear la información que reproducen (o permiten reproducir), fomentan la desinformación y desprestigian la investigación científica, rigurosa y de calidad llevada a cabo por los más prestigiosos centros de investigación.
Si bien con el correr del tiempo la verdad sale a la luz y la noticia intenta corregirse, la versión fidedigna no se difunde en la medida requerida como para aclarar el panorama o, si lo hiciera, como no logra alinearse con lo que decidimos creer sobre ese tema, la desestimamos.
Entonces, con la ayuda de todos los actores mencionados, gana terreno una verdad tergiversada que se instala en el discurso cotidiano como si fuera real: la posverdad. Este mecanismo, producto del caudal y la difusión excesivas de información en redes sociales y medios de comunicación, busca instalar la aceptación de información poco fiable y lograr su acreditación masiva sin cuestionamientos.

Como consecuencia, se amplifica por la difusión colectiva aquello que diversos actores (falses expertes, medios de comunicación o personas públicas y con gran poder de convencimiento) sostienen a partir de la selección de cierto tipo de información en desmedro de otra que la contradice. Así, esta cadena desinformativa que crece como una onda expansiva, es la que finalmente conduce a la aceptación y divulgación de una verdad distorsionada.
En este sentido, debemos entender que el único objetivo de hacer circular información falsa e instalar la posverdad es hacernos creer solo aquello que se alinea con los intereses de ciertos grupos económicos y políticos. Para ello, la generación de algún sentimiento en torno a lo que leemos es la estrategia utilizada que nos permite empatizar y alinearnos con esos intereses, incluso al punto de defenderlos como si fueran propios.
No todo está perdido
Sabemos que somos víctimas y, al parecer, potencialmente incapaces de eludir la manipulación direccionada de la información. Entonces, surgen algunas preguntas: ¿qué podemos hacer ante la desesperación y la necesidad de información contrastada? ¿Cómo darnos cuenta que nos están manipulando solo para generar algún tipo de sentimiento que promueva la transmisión de información falsa? ¿Qué podemos hacer para no entrar en pánico cada vez que leemos algún titular que nos apabulla?
El caballito de batalla para poder combatir este flujo de desinformación es basarnos siempre en la mayor cantidad (y calidad) de evidencia posible y no desestimar ninguna. Tenemos que preguntarnos y cuestionarnos siempre la veracidad de la información que leemos (antes de clickear para compartir), revisando las fuentes citadas y analizando su origen. Necesitamos ahondar en quién replica la información, cuál es el interés detrás o qué evidencia científica respalda (o no) lo que dice.
Para ello, necesitamos ser escéptiques frente a lo que leemos, ver qué nos motiva a la hora de compartir cierto tipo de información, revisar si hemos seleccionado o desestimado algunos datos para alinear lo que leemos con nuestras creencias.

Una vez que hayamos hecho un análisis fino y lo más detallado posible de la información que leemos debemos decidir si la compartimos o no. A su vez, si al revisar nos alertamos de que la publicación en cuestión es poco certera, debemos desmentirla, siempre citando apropiadamente el contenido que lo acredita.
A simple vista, combatir la posverdad parece una tarea titánica que sin dudas demanda mucho tiempo y esfuerzo pero que resulta necesario y urgente para poder tomar medidas que promuevan el acceso a información rigurosa y de calidad. Debemos entender que la información es empoderamiento y que carecer de ello, en términos científicos y de salud, nos puede llevar a la comunidad en general y a les profesionales en particular a tomar decisiones equivocadas, como tratamientos erróneos que puedan culminar en la muerte de quien los recibe.
Por todo esto es que debemos entender que todes formamos parte (y muchas veces fomentamos de forma inconsciente) el mecanismo de la posverdad. Con lo cual, asumiendo nuestro grado de responsabilidad y desde nuestro lugar, intentemos combatirlo en pos de crear una consciencia y empatía social que permita el empoderamiento informativo. Así, de a poco dejaremos de ser rehenes de la nueva epidemia mundial: la infodemia.
Fuentes:
- La Sexta
- La Nación
- Nogués, G. Pensar con Otros: Una guía de supervivencia en tiempos de posverdad. El Gato y La Caja (2019).
- IS Global
- Instituto de Ingeniería del Conocimiento
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