Lo sentí veloz.
Fugaz como un segundo.
Pero lo reviví en mi cabeza mil veces en el viaje a casa como si hubiera sido una persecución intensa, donde cada segundo desafiaba el espacio/tiempo para amenazar en convertirse en eternidad.
Lo primero que recuerdo fue el rugir de una motocicleta. La tarde había sido larga y yo había bicicleteado ya más de 10 kilómetros. Cualquier distancia hubiese sido poca, porque la razón por la que estaba bicicleteando era noble: la amistad que me había salvado tantas veces me reclamaba y yo, leal y agradecida, respondí con esfuerzo y sudor.
El frío era hermoso, y mi aurorita se deslizaba suavemente entre los autos, entre las multitudes, mi cabello se escapaba del casco y ondeaba al viento, respiraba, estaba viva. Poco tiempo atrás había perdido esas sensaciones: la caricia del frío, el golpe de energía que me daba pedalear, mi sangre volviendo a circular. Tanto tiempo había estado tiesa, moribundo, vencida, que estar en esta callejuela levemente alumbrada en este anochecer urbano se sentía como una bocanada de aire, delicioso aire invernal, en pulmones que hacía poco habían estado sofocados por el humo, la tierra y la desesperanza.
Alcé mi vista para ver las luces naranjas que me ocultaban el cielo que se estaba despejando: la tormenta había pasado.
Y al parpadear, me encontré en el suelo.
Primero fue el rugido, sentí en mi oído derecho el cosquilleo de un motor acelerando. Algo me perturbó de ese rugido, ahora sé que fue el haberlo tenido tan cerca sin haberme percatado de ello; luego fue la mano, enguantada y fuerte, estirándose hacia mí. ¿Qué buscaba el extraño? ¿Qué quería arrancarme?
Su mano se extendió completa, más rápida que un latido, alrededor de mi corazón. Quiso arrebatármelo en un movimiento certero, mientras los dos avanzábamos por esa calle que ahora me daba cuenta que era muy oscura, muy solitaria, muy silenciosa.
«No».
Eso fue todo lo que atiné a decir, a pensar, a actuar. No.
Fue la negación de todo mi cuerpo, la rebelión completa.
No.
Hacía tan poco que había recuperado mi vida. No. Hacía tan poco que había empezado a sentir cosas lindas. No. ¿No te das cuenta que apenas está volviendo a latir?
No.
¡¿No te das cuenta que recién ahora pude volverlo a sentir!?
¡NO!
La mano lo apretó un segundo. Se aferró a él con toda la fuerza del deseo. Pero yo me aferré más fuerte, con más deseo. Con la certeza de haber conocido su ausencia, con la esperanza recién recuperada, con una nueva e imponente tenacidad que mi sufrimiento había engendrado.
Fui una luz tan resplandeciente que el guante cedió, y la moto aceleró la marcha zambulléndose en la noche.
Yo caí.
Caí y el asfalto me besó todo el cuerpo con moretones. Caí y las lágrimas quisieron brotar. Caí y mi aurorita cayó conmigo, acompañándome hasta el final.
Caí, y en el piso pude ver mi triunfo.
Caí y contuve el aliento.
Me levanté y me protegí en la luz de un supermercado abierto. Vi al policía a pocos pasos de mí, que ni siquiera se había ofrecido a ayudarme. Vi a mi aurorita con el manubrio ladeado, y entonces me vi.
Vi a esa chica temblando que enderezó el manubrio de su bicicleta y se volvió a subir. Vi a esa chica encarando Avenida Rivadavia. La vi acelerando sin dudar, directo hacia casa.
Y ahí respiré. Estaba viva.
Etiqueta: noche
Ese perro.
Ese perro vio mi alma, estoy seguro.
Las luces destellaban, reflejadas en la bruma de la lluvia. Yo, en el piso, creo que respirando. Creo, porque mi respiración me resultaba ajena. Veía a un hombre respirar, arrugándose el pecho de la camisa con una mano, los ojos abiertos de par en par con lágrimas que le corrían por los lados. Supongo que ese era yo.
La gente siguió circulando, todos ausentes, enajenados. Los paraguas les tapaban las caras, y los autos levantaban estelas de agua a su paso, todo estaba desenfocado. Nadie me conocía, era un extraño. Hasta a mí me costaba reconocerme, con el sudor helado que me invadía la frente y el pelo embarrado de sangre.
Todos, incluido yo, desconocíamos a este hombre.
Estoy casi seguro de que era yo, debía serlo, probablemente, porque alguna vez me etiquetaron en una foto en facebook y la persona en el suelo se parecía al tipo de dientes perfectos y tez arrebolada que me sonreía a través de la pantalla, rodeado de mis amigos. Personas que ahora, también, me resultan desconocidas.
Pero ese perro no. Yo lo conocía a ese perro. Mi vecina lo sacaba todos los días a la noche, justo cuando yo sacaba la basura. Una chica de buen barrio, de esas que se pierden en una multitud de iguales con la misma ropa, la misma música, el mismo autoestima colgando de superficial. Simpática, pero algo aburrida para mí. Pero su perro, su perro no. Chano es mágico, un labrador negro, altivo y juguetón, que huele siempre a perfume y adora acariciar a la gente. Sí, acaricia a la gente, lo ha hecho conmigo. Cualquiera puede ser su amigo y yo creo que es uno de los logros más impresionantes de mi vecina: un perro al que no le podés dar vuelta la cara, no podés no acercarte y acariciarlo. Él te enseña que eso es amar: sonreírle al otro sin esperar nada a cambio y devolver, multiplicado infinitamente, el gesto de afecto de alguien sin importar cuan desconocido sea.
Mi vecina estaba esa noche, con su piloto rosa y sus botas de lluvia deslumbrantes, cuando mi alma se empezó a separar de mi cuerpo, ahí, a la vista de todos, en la esquina de nuestra casa, mientras desesperadamente intentaba mantenerla en su lugar. Me aferraba a la vida con todas mis fuerzas, pero me sentía desvanecer con una facilidad aterradora, cada vez más alejado de ese hombre en el suelo que tenía una herida de bala en el pecho y un terrible golpe en la cabeza, que convulsionaba violentamente mientras la ambulancia se tomaba su tiempo.
La mujer, aterrada, sujetaba la correa con fuerza, pero Chano insistía e insistía, sus aullidos retumbaban en la lluvia, se colaban por las persianas cerradas de los departamentos. Interpelaba a la gente, que ya no podía ser indiferente a mi inminente muerte. Su dueña siguió tirando y gritándole entre lágrimas que por favor se quedara quieto, pero no había caso: Chano me estaba viendo y no podía soportarlo.
Nunca había visto tanto dolor en nadie como el desgarro que veía en ese labrador negro, que era más consciente de la situación que todos los demás espectadores. Él era el único que podía verme, podía ver mi alma desvaneciéndose de mi cuerpo.
Cruzamos miradas un segundo que fue eterno, mientras las gotas golpeaban mi cuerpo y el agua iba arrastrando la sangre hacia el desagüe de la vereda. Yo no sentía el frío, ni la lluvia atravesándome, nada. Solo sentía la inmensa angustia que el labrador me transmitía. Ya no escuchaba ni los llantos de la pobre chica, ni los bocinazos, ni siquiera el rumor de la lluvia, solo su aullido resonando en la oscuridad de la noche.
Finalmente, la correa cedió y Chano corrió. No corrió hacia mi cuerpo ensangrentado y agitado, corrió hacia mí. Elevó su cabeza y me escrutó con sus ojos inundados de bondad, pidiéndome que lo acariciara. Entonces sí, volvió sobre sus pasos y se acostó en el suelo, gimiendo suavemente, sobre mi cuerpo.
No sé cómo, pero moví mi mano y sentí su suave pelaje corto. De repente, vi el cielo a través de mis ojos, sentí el hierro de la sangre en mi boca, el frío del agua en mis articulaciones. Todo ese cuerpo sufriente que me parecía tan ajeno se volvió mío, insoportablemente mío. Pero el calor de Chano era un extraño alivio que brillaba como una luciérnaga en el medio de la oscura inmensidad de mi dolor.
Entonces, la ambulancia llegó.