Ese perro.

Ese perro vio mi alma, estoy seguro.

Las luces destellaban, reflejadas en la bruma de la lluvia. Yo, en el piso, creo que respirando. Creo, porque mi respiración me resultaba ajena. Veía a un hombre respirar, arrugándose el pecho de la camisa con una mano, los ojos abiertos de par en par con lágrimas que le corrían por los lados. Supongo que ese era yo.
La gente siguió circulando, todos ausentes, enajenados. Los paraguas les tapaban las caras, y los autos levantaban estelas de agua a su paso, todo estaba desenfocado. Nadie me conocía, era un extraño. Hasta a mí me costaba reconocerme, con el sudor helado que me invadía la frente y el pelo embarrado de sangre.
Todos, incluido yo, desconocíamos a este hombre.
Estoy casi seguro de que era yo, debía serlo, probablemente, porque alguna vez me etiquetaron en una foto en facebook y la persona en el suelo se parecía al tipo de dientes perfectos y tez arrebolada que me sonreía a través de la pantalla, rodeado de mis amigos. Personas que ahora, también, me resultan desconocidas.
Pero ese perro no. Yo lo conocía a ese perro. Mi vecina lo sacaba todos los días a la noche, justo cuando yo sacaba la basura. Una chica de buen barrio, de esas que se pierden en una multitud de iguales con la misma ropa, la misma música, el mismo autoestima colgando de superficial. Simpática, pero algo aburrida para mí. Pero su perro, su perro no. Chano es mágico, un labrador negro, altivo y juguetón, que huele siempre a perfume y adora acariciar a la gente. Sí, acaricia a la gente, lo ha hecho conmigo. Cualquiera puede ser su amigo y yo creo que es uno de los logros más impresionantes de mi vecina: un perro al que no le podés dar vuelta la cara, no podés no acercarte y acariciarlo. Él te enseña que eso es amar: sonreírle al otro sin esperar nada a cambio y devolver, multiplicado infinitamente, el gesto de afecto de alguien sin importar cuan desconocido sea.
Mi vecina estaba esa noche, con su piloto rosa y sus botas de lluvia deslumbrantes, cuando mi alma se empezó a separar de mi cuerpo, ahí, a la vista de todos, en la esquina de nuestra casa, mientras desesperadamente intentaba mantenerla en su lugar. Me aferraba a la vida con todas mis fuerzas, pero me sentía desvanecer con una facilidad aterradora, cada vez más alejado de ese hombre en el suelo que tenía una herida de bala en el pecho y un terrible golpe en la cabeza, que convulsionaba violentamente mientras la ambulancia se tomaba su tiempo.
La mujer, aterrada, sujetaba la correa con fuerza, pero Chano insistía e insistía, sus aullidos retumbaban en la lluvia, se colaban por las persianas cerradas de los departamentos. Interpelaba a la gente, que ya no podía ser indiferente a mi inminente muerte. Su dueña siguió tirando y gritándole entre lágrimas que por favor se quedara quieto, pero no había caso: Chano me estaba viendo y no podía soportarlo.
Nunca había visto tanto dolor en nadie como el desgarro que veía en ese labrador negro, que era más consciente de la situación que todos los demás espectadores. Él era el único que podía verme, podía ver mi alma desvaneciéndose de mi cuerpo.
Cruzamos miradas un segundo que fue eterno, mientras las gotas golpeaban mi cuerpo y el agua iba arrastrando la sangre hacia el desagüe de la vereda. Yo no sentía el frío, ni la lluvia atravesándome, nada. Solo sentía la inmensa angustia que el labrador me transmitía. Ya no escuchaba ni los llantos de la pobre chica, ni los bocinazos, ni siquiera el rumor de la lluvia, solo su aullido resonando en la oscuridad de la noche.
Finalmente, la correa cedió y Chano corrió. No corrió hacia mi cuerpo ensangrentado y agitado, corrió hacia mí. Elevó su cabeza y me escrutó con sus ojos inundados de bondad, pidiéndome que lo acariciara. Entonces sí, volvió sobre sus pasos y se acostó en el suelo, gimiendo suavemente, sobre mi cuerpo.
No sé cómo, pero moví mi mano y sentí su suave pelaje corto. De repente, vi el cielo a través de mis ojos, sentí el hierro de la sangre en mi boca, el frío del agua en mis articulaciones. Todo ese cuerpo sufriente que me parecía tan ajeno se volvió mío, insoportablemente mío. Pero el calor de Chano era un extraño alivio que brillaba como una luciérnaga en el medio de la oscura inmensidad de mi dolor.
Entonces, la ambulancia llegó.

Octavia – Relatos

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Agradecimiento

Es mucho más fácil cuando siento que estás muerto.
Nunca te lo dije, es cierto.
Pero es que acá estaba toda nuestra familia, mirándonos. Ya no teníamos intimidad. Que suerte, pienso, es mucho más fácil estando lejos. El colectivo, el frío, la ciudad, todo se volvió infinitamente más bello.
Incluso mi hijo se ha vuelto más brillante desde que no estás. Sin tu filtro, todo va recuperando lentamente su color, los almuerzos se han infiltrado de aromas deliciosos, la diversión ya no está inmersa en culpa. Ya no me sofoca el calor.
Los días se van acelerando cada vez un poco más, mi mente se está organizando y estoy completando mis tareas.  La vida ha vuelto.
Pero todavía falta algo.
Todavía no estás muerto. Puedo ver a través de la bata tu pecho elevarse, altivo como siempre, con el orgullo de respirar; incluso con tus ojos cerrados y el tubo del respirador artificial, tu rostro no ha perdido esa petulancia que te acompañó en mejores días. Imagino que en estos días, con tanto tiempo libre para soñar, los debes estar rememorando todos: las tardes soleadas en el parque, tu risa estridente inundando la casa, los partidos de futbol agitados.
Yo también estoy rememorando.
Tu inconstancia constante, tus sermones impetuosos, tus llegadas tarde, tu aliento a cerveza directo en mi rostro, tu mano abierta impresa en mi rostro. ¡Qué poderoso te sentías, como reías, subyugándome en la oscuridad de la noche!
Y cuando no era yo era nuestro hijo que, como yo, tampoco sabía llorar. Nos quedábamos en silencio, entre el espanto y la resignación, mientras te descargabas sobre nosotros.
¿Te sorprende que hable así ahora que todos se fueron?
Lo que pasa es que volví a la facultad. Sé que insistías con que me quedara en casa cuidando a nuestro hijo, pero ahora que no estás vos, todo es más fácil. Hasta conseguí un trabajo. Y al pichi le gusta verme tan activa, tanto que si no tengo con quien dejarlo, el me acompaña y hace la tarea mientras yo estudio.
Yo pensé que era imposible hacer todo esto sin vos. Pero después de tantos meses de coma he llegado a la conclusión de que, finalmente, Dios se puso de mi lado. Al principio no lo veía y me la pasaba llorando al lado tuyo, pidiéndote que despertaras, que volvieras conmigo; jurándome que esto era mi culpa, alguna especie de castigo por no haberte valorado lo suficiente. Entonces un día llegó a casa una amiga de mis épocas de la facultad, se enteró de la noticia y quiso visitarme. Me contó que ahora estaba dando clases y que me iba a hacer bien, para no seguir revolcándome en esta realidad ineludible, volver. Qué bueno que siempre fuiste un borracho y que nunca se te ocurrió usar el cinturón de seguridad, sino está vuelta del destino jamás se hubiese concretado. Gracias a eso volví y toda la oscuridad desapareció.
Resulta que la oscuridad eras vos. No tu accidente. No era tu ausencia, era tu presencia lo que me constreñía.
Por eso te vine a visitar esta noche.
Quería decirte esto, contarte que, finalmente, lograste lo que durante tantos años me prometiste: hacerme feliz. Pero bueno, el doctor ayer me llamó y me dijo que estás mejorando  y que podrías despertarte.
Y que para mí es más fácil cuando siento que estás muerto.
Así que, si vos no podés hacer esta única cosa por mí…
La voy a hacer yo.
Porque todo es más fácil si estás muerto.

Apagándose

Caminó diez kilómetros. Esa era su tarea, llevar y traer cosas. Caminar y caminar. Anduvo con paso decidido durante varias horas, parecía que nada podía fallar. Todo terminaría en tiempo y forma, llegaría a casa, se tomaría un largo baño, y volvería a caminar. Esta vez no por trabajo, sino por placer, directamente hacia un beso anhelado. Y la brisa de los árboles sobre su rostro dejaría de ser la protagonista, para darle lugar a la risa amada.

Había entregado su último paquete, el jefe agradecido, la ropa ya abrazada en sudor, la satisfacción de la tarea completada.

Entonces lo sintió, un «click» en la rodilla, un golpecito que primero la tomó por sorpresa, después la abrumó de dolor. Cayó, se incorporó dificultosamente. La nocha ya estaba entrada, los locales abiertos eran cada vez menos. Moverse ya no era una opción, el dolor era un freno endureciéndole la pierna derecha. Se apoyó contra la pared de un edificio, decidida a arrastrarse hasta su hogar y, ya en terreno familiar, tratar de seguir con el plan original. Solo quería un beso, todo lo demás podía esperar. La primera cuadra se sintió llena de voluntad, con la capacidad de vencer la adversidad; la segunda no fue tan generosa, y en la tercera se encontró respirando con dificultad.
Un hombre, pequeño, de mediana edad, se acercó a la muchacha y se ofreció a ayudar. Ella rechazó la oferta con sinceridad, pero parece que sus modales fueron mal interpretados, porque cuando quiso continuar se dio cuenta de que tenía al hombre encorvado sobre su rodilla derecha. Gesto preocupado, las manos en el lugar equivocado, ni se detuvo a preguntar si la muchacha quería ser tratada por un desconocido en plena calle. La forzó a intentar flexionar y le explicó cosas que ya sabía. Ella solo quería llegar a casa. Tenía un plan, un plan que podía funcionar si lo ejecutaba sola. Pero el hombre insistía y forzaba dolor en una rodilla que ya estaba derrotada. Después de 20 minutos y para safarse del hombre, la chica anunció que prefería ir al hospital y empezó a moverse dificultosamente, con la rodilla aun más rígida que antes de recibir «ayuda». El hombre insistió un poco más, pero no se ofreció a acompañarla al hospital. Poca paciencia le quedaba a la muchacha, por lo que agradeció deshacerse del hombre, aunque eso implicara enfrentar la noche en vulnerabilidad.
Se decidió a entrar al hospital, quizás la atendieran rápido, de igual manera la noche estaba comprometida y el paso del hombre por su rodilla había destrozado el plan original.
Tras cinco cuadras arrastrando su rodilla, apoyándose contra las paredes, con todo el peso del cansancio del día, llegó a la guardia.
Pero al entrar la encontró abarrotada, un choque, un colapso del sistema de salud público, algo que estaba por encima de ella y que la sedujo de volver al plan original: arrastrarse a casa, luego ir a los brazos amados, de cualquier forma posible.
La fatiga solo palidecía ante la posibilidad de llegar a su abrazo, a su beso, a compartir una charla y descansar. Por eso pudo continuar su camino, con la pierna derecha estropeada y el doloroso cosquilleo del esfuerzo extra que los músculos ya agotados se veían forzados a hacer para reponer la inestabilidad del cuerpo. El panorama no era bueno, pero la esperanza le florecía al punto que sentía que las luces de la vereda brillaban con mayor intensidad cuando ella se acercaba, como una manera de mostrarle que el obstáculo se podía sortear.
Dos varones, uno joven y otro más adulto, se acercaron. La misma intención de ayudar, la misma negligencia ante la negativa de la muchacha, la tomaron de la cintura y la apoyaron en las escalinatas de un departamento, examinaron la rodilla, forzaron la flexión, ignoraron los quejidos y las lágrimas, sonrieron cortéses cuando ella rehusó la ayuda. Se miraron con gesto de extrema concentración e intercambiaron entre ellos opiniones, sermonéandola de cómo había caminado tantos kilómetros solo con sus rodillas, de lo inapropiado de su calzado y de cómo, por gracia del destino, ellos podrían solucionar todo en diez minutos.
Enajenada, ella solo veía como las luces de la vereda se iban oscureciendo a su alrededor, como la idea del beso amado se esfumaba, como la noche se iba enredando en su pelo, como el tiempo se volvía pesado, lento, y el necesario descanso se perdía de su campo de visión.
Ya ni siquiera sentía el cansancio del cuerpo, solo deseo. Deseo de huir de esa noche, de esa situación, de su rodilla. De teletransportarse y aparecer en su casa, ya ni siquiera se desesperaba por la compañía, solo quería llegar a algun lugar familiar, para poder ducharse y dejar el mal día atrás.
Tan absorta estaba, que el golpe de la piedra llegó como una descarga eléctrica que le convulsionó todo el cuerpo. Cuando cesó el grito desgarrador y las lágrimas ya estaban rodando lentamente por las mejillas pudo abrir los ojos y contemplar la solución de sus dos malditos salvadores: la rodilla estaba abierta, la pierna flexionada en un angulo imposible y, sobresaliendo con un ímpetu violento, un brilloso hueso embebido en su propia sangre. Ese no era el resultado que los dos varones esperaban, y contemplaron su acción aterrados. La muchacha les gritó que se fueran, que la dejaran en paz, que podía sola. Chequearon una sola vez, pero no se ofrecieron a llevarla a un hospital ni a llamarle una ambulancia. El más joven se ofreció a acomodarle la rodilla y, antes de que ella pudiera siquiera contestar, intentó acomodar el hueso hacia adentro, pero solo logró un nuevo grito de dolor y un brote más violento de sangre.

Estaba exhausta, por lo que atinó a escapar arrastrándose con sus brazos. Ya ni siquiera podía insultarlos.
Los varones, consternados, se alejaron lentamente en dirección contraria, ignorando la estela de sangre y llanto que la muchacha dejaba tras de sí.

La extenuación que sentía era tal que se entregó al shock hemorrágico como quien se deja caer en los brazos de un gran amigo. La sed la desesperó pero rapidamente vio como las luces de la vereda se agotaron completamente y a la oscuridad total le siguió una inmensa tranquilidad.

Por fín estaba descansando.

Octavia – Relatos